Diario de una etapa: democracias débiles, populismos rampantes y protestas en el norte y en el sur
Por Marcelo Cantelmi*
Primera parte
El repudio al sistema no es necesariamente negativo. Puede ayudar a mejorarlo. Pero se torna peligroso cuando el reproche pone en cuestión los avances sociales, humanitarios y de libertades individuales conquistados a lo largo de décadas. Es lo que sucede con las partes menos agradables del emergente contestatario que se advierte alrededor del mundo. El crecimiento de las formaciones de ultraderecha en Europa, pero también en el vecindario latinoamericano, es un ejemplo de estos retrocesos que se apañan en la ira legítima por la ausencia de perspectivas de mejoras reales en las sociedades. El fenómeno típico del futuro cancelado y que se extiende especialmente entre las grandes masas de jóvenes y en particular entre quienes han cumplido con las reglas y los méritos educativos pero advierten que no les sirve ese recorrido para modelar su destino.
La región donde habitamos debería comenzar a prepararse para un escenario de cambios sociales y políticos que recién ahora se están insinuando pero que no aparecían en ningún cuadrante del análisis. La novedad en este espacio es la competencia creciente entre dos populismos: el hasta ahora dominante del nacionalismo de pseudo izquierda de la raída línea chavista y sus aliados; y el de una ultraderecha con fuertes perfiles religiosos que ya ha coronado un gobierno en Brasil y pretende hacerlo con otros revoleando la cruz, la xenofobia y el medievalismo como respuestas al desamparo de los estados.
Como en otras partes del mundo, son resultado del enorme rechazo a cómo funcionan las cosas y del inquietante cuestionamiento al sistema democrático que es percibido como un fallido que no está resolviendo sus expectativas de desarrollo. La última versión de Latinobarómetro, el sondeo anual sobre 18 países de América Latina, registra ese desencanto de un modo concluyente. La satisfacción con la democracia había caído en 2018 al 24%, contra 44% ocho años antes. Los partidos políticos se desplomaron al 13%, de ahí para arriba, 87%, todo es desconfianza.
En 2010, 61% de la población de la región abrazaba a la democracia por encima de los autoritarismos. Ahora ese nivel bajó al 48%, es decir más de la mitad desdeña el sistema representativo. O le es indiferente. La razón que mueve estos espectros es una caída en picado del ingreso per capita. La expectativa es que la región crezca este año solo un 0,1 por ciento. El panorama se abisma y por eso caen las monedas de los países más afectados, Bolivia, Chile y Colombia y también en Brasil donde crece la incertidumbre. Es superficial y carente de visión histórica la queja entre las dirigencias que denuncian como negativo un proceso que ignora las citas electorales y busca impulsar sus criterios desde la calle.
La homogeneidad y extensión de este fenómeno de país en país se explica precisamente por el estrechamiento de las rentas nacionales. La crisis del sistema de acumulación es global, pero en la región pega de un modo decisivo sin que los gobiernos reaccionen. El último informe de la CEPAL destaca un aumento empinado de la pobreza sobre casi un tercio de la población de América Latina y el Caribe de 620 millones. El informe alerta sobre un crecimiento geométrico del segmento con menos capacidad para afrontar sus gastos básicos. Es esa contradicción la que le da sentido a la furia callejera, como años atrás sucedió con la protesta de los indignados alrededor del mundo.
Estos cambios negativos, y la frustración que los acompaña, abren la puerta a novedades políticas que pueden asemejar a Latinoamérica con las experiencias extremistas que han florecido en una Europa de clases media, frustradas e irritadas con el sistema. La irrupción del partido ultraderechista y ultracatólico Vox en España, que se ha erigido en la tercera fuerza en España en apenas seis meses, trae esos condimentos a caballo de que la mejora macro del país no derramó en sus sectores medios y medios bajos. Por el contrario la desocupación española de 13,9% es hoy la mayor desde 2013, efecto de una ralentización creciente de la economía.
Vox es antiabortista, homofóbico y xenófobo pero el dato grave es la inmensa mayoría de jóvenes acríticos que el 11 de noviembre pasado celebraron con hurras a su líder Santiago Abascal tras las elecciones generales de las que esta fuerza oscura salió como genuina ganadora. Italia tuvo ya eco de estos desvíos con el ultra Matteo Salvini que aún está en el radar político. También se advierten expresiones semejantes en la Baviera alemana, en Hungría o Polonia, en Suecia y hasta en el elogiado sereno mundo de Escandinavia. El brexit, que ya parece inevitable en el Reino Unido, es un extremo de esa insularidad populista autoflagelante que construye una ilusión de prosperidad basada en espejismos.
La historia nunca se repite de una frontera a la otra con similares tonos. Pero el tsunami social que sacude a la región refleja el dato homogéneo de la presión económica y de la incapacidad de los gobiernos para tramitar las demandas. La crisis chilena exhibe con elocuencia los modos en que la estabilidad histórica de ese país se ha revertido. Chile ya no será lo que era. Si hay algo que ha terminado es la prolijidad con la que se había amparado a lo largo de los años un modelo de concentración que generó su propia disolución. Los espacios vacíos que la crisis ha expuesto son imprevisibles y no es un dato menor la resistencia de la protesta para procesar un liderazgo.
En Bolivia, Evo Morales cayó impulsado por la presión de las fuerzas armadas, pero también de su propia feligresía, comenzando por la Central Obrera Boliviana que se anticipó a los uniformados en la demanda de la renuncia del presidente. En ese caldo han surgido figuras inesperadas. El ultranacionalista Luis Fernando Camacho, un dirigente mesiánico, ultraconservador y ultrareligioso, se plantea ahora con derecho a demandar a los partidos tradicionales que le liberen el camino a la presidencia. “Los políticos deben entender que debe existir renovación en todos los niveles de nuestro país”, dijo hace pocas horas uno de los acólitos del activista santacruceño.
No sucederá pero la irrupción de este dirigente convierte el caso del brasileño Jair Bolsonaro en cualquier cosa menos una excepción. Brasil, por cierto, tuvo su propia rebelión de las masas con la coloratura actual, un hecho que el PT de Lula da Silva elude revisar probablemente preocupado por su protagonismo en la debacle. Fue en 2013. El país estalló en repudio a una subida del precio del boleto de ómnibus, un proceso calcado casi de lo que acaba de experimentar Chile. Hubo violentas protestas callejeras con bloqueo de avenidas, destrucción de autobuses y choques con la policía. La gente se alzó de ese modo contra la crisis que experimentaba la economía y la corrupción generalizada. Gobernaba Dilma Rousseff, la última mandataria de los tres periodos consecutivos del PT.
Bolsonaro nació de esos lodos. Pero es también prisionero del tsunami que cruza la región. Su gobierno acaba de suspender el programa de apertura de la economía y reducción del tamaño del Estado que incluía baja de sueldos y cancelación de contrataciones entre otras medidas de austeridad. Ese retroceso es significativo. Atiende al hecho político de que Lula da Silva fue excarcelado y busca liderar la oposición enancado en el repudio al ajuste, aunque necesitará tiempo para consolidarse si es que logra superar la mala memoria que impulsó el voto castigo en su contra o la del conjunto del PT.
Lo mismo le sucede al partido de Morales en Bolivia, el MAS, que difícilmente salga sin daños de esta crisis aun con la victimización persistente de su líder. La protesta no necesariamente los reivindica. Es otra cosa lo que está en juego. La marcha atrás en Brasil, los cambios radicales en Chile y el acuerdo electoral urgente entre el oficialismo y el MAS en Bolivia, exponen el tamaño de realismo a que obliga la etapa. Un dato que deberían tener severamente en cuenta los gobiernos nacientes en la región.
Segunda parte
Este panorama dislocado sobrevuela del mismo modo y con sus propios desafíos el norte mundial. En este sentido el debate sobre si la reciente cumbre del 70 aniversario de la OTAN acabó mal o sobre la dimensión real de ese fracaso, es una dispersión secundaria. Esa reunión, a fines de noviembre, a despecho de los cruces, portazos y desprecios entre algunos de sus miembros del poder global, fue la que mayor nivel de reflexión ha disparado sobre las tensiones planetarias, incluso desde bastante antes de iniciarse la cita en Londres. La cumbre expuso como pocas veces antes la profundidad del daño en la doctrina atlántica pero al mismo tiempo la debilidad del imperio norteamericano para pesar como pretende o debería en la agenda global.
En el centro de esa constelación hay un mundo que parece cada vez más complejo para un liderazgo como el de Donald Trump. Es lo que también entiende la oposición demócrata en EE.UU. que en esas horas aceleró el mecanismo de impeachment. Es improbable que el juicio político por abuso de poder derrumbe al magnate inmobiliario, pero sus patrocinadores esperan que produzca la suficiente erosión para obstaculizar su reelección en noviembre próximo. La cuestión desborda rivalidades partidarias. Alcanza con una leve recorrida entre los voceros del mercado y de las industrias norteamericanas o europeas para advertir cuáles son los intereses que propulsan ese juicio y de qué modo la desaceleración de la economía dicta el momento político.
Esto no asegura el éxito. La apuesta es de riesgo porque es dudoso su resultado. El Senado controlado por los republicanos reivindicará a Trump que buscará así fortalecer su candidatura. Pero para el magnate las cosas tampoco se anuncian sencillas. La evidencia en su contra por la extorsión al gobierno ucraniano contra uno de sus futuros rivales en la contienda, Joe Biden, es contundente y se potenciará camino a las urnas. En la cita de la OTAN, el desgaste que envuelve a Trump se evidenció hasta con burlas, exhibiendo de qué lado esa dirigencia se para ante la ofensiva demócrata. Una lógica enhebra estos dos grandes temas.
La cumbre de Londres se ocupó menos del sentido de la existencia de esa alianza de mutua defensa que de la agenda que Europa tantea para ganar autonomía en un nuevo mapa geopolítico y social. Su principal relator fue Emmanuel Macron que lo hizo en abierta confrontación con Trump. El presidente francés venía de alertar en una extensa entrevista con The Economist sobre el riesgo que enfrenta la Europa de los valores históricos y multiculturales únicos que fundamentan su unión. Atribuyó, con acierto, la irrupción de las ultraderechas nacionalistas y el populismo campante al acoso que los Estados lanzaron sobre el ingreso de sus poblaciones. La división en Europa norte-sur en cuestiones económicas, y este-oeste en el tema de la migración “acabó afectando a las clases media” reconoció y concluyó que el golpe a esos sectores consistió en el “aumento de los impuestos y de los ajustes presupuestarios. Fue un error histórico”.
Tiene razón. De esas estrategias nace el furor antisistema que se extiende por el Continente, y por el planeta. La disputa por la distribución de la renta entre el vértice y la base de la pirámide tras una década de concentración sin precedentes, es el mayor conflicto de esta era y al cual menor atención se le presta. El propio Macron está en el centro de esas furias. Cuando regresó lo esperaba en París una huelga sin precedentes que unió a derechas e izquierdas contra una reforma previsional que busca evitar la quiebra del sistema y que puede ser tan necesaria como inaplicable.
Por su propia experiencia el líder francés expresa a una sección de ese poder superestructural que urge un giro dramático que revierta la caída del crecimiento global y oxigene la distribución. Entrevé la fórmula con acuerdos con China que reconozcan el lugar de influencia y de avance tecnológico que conquistó la República Popular; el cierre de las guerras comerciales y del uso abusivo que la Casa Blanca ha hecho de ese entuerto como pasto de la campaña electoral. El mismo realismo busca que se acepte el diseño que ha dejado la posguerra en Siria con Rusia como el principal garante de ese desarrollo. Y el rescate de los acuerdos de 2015 de Viena con Irán para recuperar los negocios multimillonarios que EE.UU. fulminó al liquidar ese pacto.
El sentido final es el de una restauración ideal del conjunto de la economía. “¿Es Rusia nuestro enemigo hoy? ¿O China? ¿Es el destino de la OTAN designarlos como sus enemigos? Yo no creo eso”, previno Macron en París antes de viajar a Londres.
Trump ha venido obstaculizando este diseño no solo con el caso iraní, también con su apoyo acrítico al controvertido gobierno de Israel, al Brexit británico o con el aval inexplicable para que el autócrata turco, socio preponderante de la Otan, Recep Tayyip Erdogan, descalabre los equilibrios que se estaban construyendo en la posguerra siria.
El líder francés toma ese antecedente para preguntarse de qué modo esta alianza, con el criterio de mutua defensa que la explica, debería actuar si los kurdos, aliados de Occidente en la lucha contra el terrorismo del ISIS, atacan a Turquía. Macron no aludía solo a la OTAN cuando denunció la “parálisis cerebral” de una alianza maltratada particularmente por Trump desde que llegó al poder. Apuntaba a la desorientación, “la parálisis” que reina en el globo. El “seamos serios”, con el que cortó los divagues del jefe de la Casa Blanca en la rueda de prensa conjunta, significa entender estos desafíos y desnudar, de paso, que es escasa la seriedad que estos dirigentes entienden que emite la otra parte del Atlántico.
No es sencillo, sin embargo, el encastre de estas piezas. Entre los padrinos del impeachment se enfilan los críticos del relacionamiento de Trump con el Kremlin. Por lo tanto, reprochan la posición pasiva de París sobre Rusia y China y, como plantea Alemania, sostienen la necesidad de un rearme continental. En esa línea, el Pentágono en su informe de seguridad nacional de 2018, redujo a una anécdota los guiños de Trump a su amigo Vladimir Putin y caracterizó a Moscú y también a Beijing como adversarios aún por encima del peligro terrorista. Sobre esa conclusión se asienta el proyecto norteamericano de emplazar misiles de mediano alcance en Japón y Corea del Sur. Y es por eso que Washington denunció en febrero pasado uno de los últimos grandes tratados de control de armas nucleares con Rusia que limitaba el desarrollo de esos proyectiles y su despliegue. Ese criterio sustenta, además, la multiplicación de buques de guerra misilísticos de la marina de EE.UU. en los mares de China. También la furiosa batalla tecnológica detrás de la guerra comercial que fantasea con cancelar la autonomía científica de la República Popular.
Macron disiente de esa mirada. Prefiere fraternizar con esas potencias y sostiene que la OTAN debe concentrarse en despejar el mundo de terrorismo. Ahí surge una sombra en el discurso. Su propuesta parece poco para una alianza que ha incrementado su presupuesto en 160 mil millones de dólares los últimos tres años y que llegará a los 400 mil millones en 2024. Debería precisarse de qué se habla cuando se alude al amplio concepto de terrorismo. Para China eso son los rebeldes de Hong Kong que desafían su mano rígida, y es como en Irak, Líbano o Irán y también en América Latina, se suele caracterizar a las violentas protestas callejeras. El mundo ya ha vivido estas construcciones y ambigüedades.
Quizá Macron debería revisar algunos antecedentes. En 2007, durante la vidriosa guerra antiterrorista de George W. Bush, Zbigniew Brzezinski ilustraba en The Washington Post que “el pequeño secreto subyacente es que la vaguedad de la frase guerra contra el terrorismo fue deliberadamente calculada por sus patrocinadores. Estimulaba la aparición de una cultura del miedo. El miedo nubla la razón, intensifica las emociones y facilita a los políticos demagogos la movilización de la gente en apoyo de las políticas que quieren poner en marcha”. Seamos serios...
*Profesor de Periodismo Internacional UP y editor jefe de la sección Política Internacional del diario Clarín.