El litigio de Hong Kong, un desafío central para la China potencia
Por Marcelo Cantelmi*
Las multitudinarias movilizaciones que están conmoviendo a Hong Kong estos días encierran al gobierno del presidente chino Xi Jinping en un dilema complejo y urgente. Debe razonar si estas protestas significativas, como lo fueron las de los “paraguas” de 2014, son consecuencia de las tradiciones más libertarias de la región legadas del largo dominio británico. Un estilo que se opone desde la cuna con las formas de cerrojo del régimen de Beijing. O, en cambio, valorar si este acontecimiento es la parte que primero llega de una nueva visión de demandas sociales y en un tiempo diferente de la gran potencia asiática. En ese caso, el líder deberá sopesar el riesgo de que estos reproches se esparzan por el continente donde es posible suponer que muchos chinos comparten todas o parte de las mismas reivindicaciones. La decisión de último momento del gobierno de Hong Kong, ligado íntimamente con Beijing, de retroceder, pedir disculpas y detener la represión, indicaría que la conclusión sobrevoló aquella última reflexión. Sin embargo aunque ha sido mucho no es suficiente y el reproche ciudadanos no se ha agotado. De modo que el desafío y sus incógnitas mantienen vigor.
El formato de esta nueva China, que se ha ido construyendo desde las épocas del gobierno anterior de Hu Jintao pero especialmente en el actual, se sostiene en el consumo y los servicios. Un modelo lejano del exportador a ultranza de los inicios de la burbuja capitalista impulsada desde mitad de los ‘70 por el gran reformador Deng Xiao Ping. El resultado ha sido un crecimiento geométrico de las clases media, una apertura cada vez mayor de la economía, la mayor densidad de millonarios del mundo y la aparición del espectro de la desigualdad.
Existe una interesante curiosidad sobre el registro histórico de estos cambios. El padre de Xi, Xi Zhongxun, fue la mano derecha de Deng, y el primero en experimentar una zona económica especial de libre comercio. Fue en Shenzhen y fue un éxito. Hoy esa región es el Silicon Valley chino y la fragua del desarrollo tecnológico de la potencia asiática que está en la base de la guerra comercial que EE.UU. entabló a la República Popular. Pero Xi ha marchado sobre esas huellas y borrado parte de la herencia de Deng. En particular, la decisión del duro rival de Mao contra la perpetuación. Xi violó ese límite y canceló cualquier sucesión en el 19 Congreso del PCCh, porque supone que una gran apertura de la economía requiere un rigor político monárquico.
Ese razonamiento expone una contradicción de la cual es imposible escapar. Cuanto más se crece en la cadena de reparto, mayor es la demanda de involucramiento e interpelación al poder de la sociedad. El mismo desarrollo tecnológico de la potencia brinda herramientas para disputar esos lugares aun por encima de la rigidez de la censura. De modo que en el avance radica el beneficio, el del poder pero también el callejón que más temprano que tarde requerirá de un giro, o de una “válvula democrática”, como la definió Wen Jiabao, el ex primer ministro de Hu, apenas días antes de retirarse.
Beijing observa este multitudinario reproche de Hong Kong con una certeza que alimenta la preocupación de un incendio de otras magnitudes. La represión de las manifestaciones de hace cinco años no detuvo el espíritu de lucha de la isla. Por el contrario, parece crecer ahí el desafío a la noción confuciana del deber a la autoridad que ha enarbolado el jefe de Estado chino tras restaurar al filósofo milenario como un auxilio para su condición absolutista. El enojo ciudadano trepó no solo a los titulares mundiales, sino al relato de los adversarios de la Casa Blanca que tomaron las banderas de los jóvenes de la isla. Esa multitud tiene algunos dirigentes muy prooccidentales como Martin Lee, de contacto frecuente con el canciller de Trump, Mike Pompeo. La paranoia de una mano meciendo la cuna del conflicto también debe remecer el sueño a los jerarcas de la nomenclatura.
Hong Kong es una región administrativa especial desde que Gran Bretaña cedió su dominio en 1997. Esa condición le da al gobierno regional ciertas autonomías y derechos, desde promulgar sus propias leyes, el manejo de su economía, su propia moneda e idioma, un menú diferente al que rige en el resto del gigante asiático. Beijing debía respetar esas diferencias por el siguiente medio siglo. Pero hay fracturas en ese compromiso. La rebelión de 2014 se produjo tras una reforma electoral que designó a un organismo superestructural afín a Beijing que selecciona cuáles candidatos pueden presentarse a elecciones. Las furias de ahora se alimentan en una ley, en manos del Congreso también con mayoría cercana al poder central chino, que autorizará la extradición de ciudadanos al continente. Los activistas políticos pro democráticos de Hong Kong temen que esa norma sea el vehículo para fulminar a los líderes de estas protestas y de la cultura libertaria que las sostiene.
Estos desafíos suceden en coincidencia con un periodo en el que se amontonan aniversarios centrales para la identidad del régimen. En octubre se celebrará el 70 aniversario de la fundación de la República Popular de China, un hito que no solo mostrará al comunismo del Imperio del Centro superando en vitalidad al de la difunta Unión Soviética. También será una oportunidad para exhibir los éxitos de una trasformación que ha convertido a China en la mayor potencia comercial global y segunda economía del planeta pisando el umbral de EE.UU. Hong Kong es una mácula en ese sendero. Y un incordio para el líder chino que debe defender de sus críticos internos su estrategia en la guerra contra Washington, y soportar los costos de ese choque que están quitando dinamismo a la economía de la República Popular.
La rebelión hongkonesa coincide, además, con el 30 aniversario de la masacre de la plaza de Tiananmen en junio de 1989 y, mucho más lejos, con el centenario del movimiento del 4 de mayo de 1919, de los estudiantes, también en esa plaza, en repudio al imperialismo japonés y la miseria que vivía la nación.
Sería aventurado comparar el activo reproche de los universitarios de Hong Kong con aquel suceso de hace 30 años que puso a prueba la autoridad del régimen. Pero algunos puntos en común sobrevuelan ambos acontecimientos. Las marchas que se armaron durante días en Tiananmen, desde abril de 1989, fueron el primer desafío a las reformas de Deng. Se mezclaban ahí quienes rechazaban la apertura y el nacimiento de un proceso de concentración que entendían como disparador de desigualdades. Pero el núcleo de las demandas se alimentaba en el entusiasmo que implicó el final de la era de Mao que, suponían, abriría un proceso de apertura política.
Los estudiantes reclamaban elecciones sindicales, de centros universitarios y libertad de asociación. En su histórica disputa con el maoísmo, que negaba la posibilidad de la integración de dos modelos, Deng había promovido las célebres cuatro modernizaciones, en referencia a la industria, la defensa nacional, la agricultura y la ciencia. La quinta modernización, la democrática, nunca existió. Pero los estudiantes se aferraban a ella. Su protesta reflejaba lo que se venía planteando desde la Primavera de Beijing, una década antes, sobre la ausencia de salidas laborales, condiciones de trabajo y los chocantes privilegios que detentaban los miembros altos del partido y sus descendientes, los príncipes o princelings. La represión que ordenó Deng, aceptando el consejo del premier Li Peng, que se extendió a todo el país no solo a esa plaza, tuvo como propósito acabar con el rechazo al modelo naciente y a cualquier intención de discutirlo cuando urgía profundizarlo.
En Hong Kong hay condiciones sociales incómodas que también alimentan el furor. Un estudio realizado por Oxfam, una confederación de 17 ONG’s especializadas, determinó que las desigualdades se encuentra en su peores niveles en casi medio siglo. El 10% del decil superior gana 44 veces más que el 10% inferior de la escala. El salario mínimo exhibe hoy menos poder adquisitivo que hace ocho años. Son realidades tan objetivas como la advertencia de que Tinanmen debe quedar en la historia pero no en el olvido.
*Profesor de Periodismo Internacional UP y editor jefe de la sección Política Internacional del diario Clarín.