Dos siglos después, otra ¿“primavera de los pueblos”?
Por Marcelo Cantelmi*
El mundo haría bien en preguntarse si estamos frente a una nueva Primavera de los Pueblos insinuada por esta oleada de indignados que irrumpe de un punto al otro del globo. También si, con otro esquema, se repiten las condiciones que dieron vida a esa protesta y las mutaciones que disparó a nivel social y político en la Europa de la primera mitad del 1800.
Aquel suceso fue un levantamiento que se esparció por el continente y modificó los equilibrios sociales, propulsó la instauración progresiva de la democracia y dio paso al actor sindical y a la lucha por los derechos laborales.
La de 1848 fue la tercera rebelión después de las de 1820 y 1830 que, sobre los escombros del imperio napoleónico, configuraban el reproche popular a la restauración del absolutismo monárquico. Ese proceso conservador coincidió, paradójicamente, con una revolución dentro del propio capitalismo a partir de la era industrial que promovía un apetito, en sentido inverso, por sistemas más abiertos y liberales.
Ocurría, además, con una arquitectura de fuerte explotación laboral y la consecuente concentración de la renta.
En ese panorama, la rebelión del 48 fue la más potente de la escalada. Se convirtió pronto en una llamarada que, en el primer semestre de ese año, incendió primero a Francia y luego a Alemania, Austria, Hungría e Italia. Todos esos movimientos fueron aplastados y reprimidos, pero el historiador Eric Hobsbawn observaba que el desenlace no fue lineal. “Dos años después de 1848 parecía que todo había fracasado. Pero, en el largo plazo, había triunfado. Hubo grandes avances en la apertura liberal aunque no en la forma de una revolución”. El mundo ya no sería el mismo.
En la fragua de aquel proceso hay múltiples puntos en común con este presente. La Revolución de los Pueblos nació en Francia fogoneada desde dos dimensiones: las malas cosechas, entre ellas la papa, el alimento más común entre la gente no bendecida por los ingresos. La ruina de ese negocio influyó en una industria incipiente y en el mercado financiero. Unió a campesinos con obreros e individuos con aspiraciones de movilidad social. Esa combinación se explicaba en la otra dimensión: la postura del rey Luis Felipe de Orleans de defensa excluyente de los intereses de la aristocracia y las grandes fortunas. Su visión no liberaba espacio para oxigenar a todo lo que se movía por debajo, donde regía, en cambio, una supresión violenta de los derechos y de las libertades.
La reacción popular contra esa construcción fue tal que expulsó al monarca de su trono y generó un molde nuevo de votación universal antes restringido a los ricos e ilustrados, el sufragio censitario. Por primera vez hubo libertad de prensa y se garantizó el derecho al trabajo. En estos parecidos corresponde recordar que esos avances los acabó demoliendo el populista Carlos Luis Bonaparte, quien llegó al poder prometiendo “no más impuestos, abajo los ricos” para declararse emperador en 1852 y consumar una tiranía. Fue el nacimiento del bonapartismo, junto con el cesarismo, el término más despreciativo que usaba Carlos Marx para aludir a quienes manipulan con mentiras y promesas las aspiraciones populares, otro rasgo de nuestra época.
Como antes, alrededor del mundo crece hoy un reproche de las clases media y de otros segmentos contra el orden económico constituido y que reclaman ser una parte real del reparto. Este generalizado malestar social se produce ahora porque la presión sobre las bases mayoritarias aumenta en dirección proporcional a la baja de los recursos presupuestarios que pueden colectar los Estados. La etapa del mundo hoy es de contracción y, en ciertos casos, ya de recesión.
Sucede en el norte mundial y gotea en las periferias con la baja del precio de las materias primas. El nuevo recorte de un cuarto de punto dispuesto por la Reserva Federal norteamericana en octubre último es una reacción a la fatiga que exhibe la economía y a las heridas de la guerra comercial y tecnológica lanzada contra China. La desaceleración la expone la evolución trimestral de EE.UU., que cae de 3,1% en el primer período a 2% en el siguiente y 1,9% el tercero. Es inevitable que esas sombras sobrevuelen el año entrante las campañas presidenciales norteamericanas.
El juicio de impeachment iniciado este jueves de octubre de 2019 formalmente por la Cámara de Representantes contra Trump debería ser analizado en esa perspectiva no solo debido al disgusto por los abusos del mandatario. Es claro ya que hay sectores del poder real estadounidense preocupados porque la impericia de Trump se torne aún más imprevisible en un segundo mandato. La intención de que el juicio político sea público como han decidido los representantes de la oposición demócrata mira a las urnas propone brindar a los votantes un culebrón en entregas envuelto en el cuero de este extravagante presidente.
En EE.UU., la indignación por la desigualdad también late. Como un reflejo del clima social que sacude al mundo, acaba de concluir la mayor huelga en medio siglo de los trabajadores de General Motors. Más de 40 días de paro en demanda de mejoras salariales con costos de más de 3000 millones de dólares para la firma automotriz. El conflicto se juntó con el inicio de una huelga masiva de los maestros de Chicago con resonancias de la que hicieron en enero 30 mil docentes de Los Ángeles, también en demanda de aumentos.
Trump no ha aludido a lo que sucede en esos Estados, pero acaba de asegurar que el levantamiento que acorrala a Chile está manipulado por una mano extranjera cuya identidad no precisó. Mejor no ver lo que realmente mece la cuna. El comentario del mandatario va en línea con las denuncias bastante apagadas ya que atribuían a una imaginaria maquinaria chavista la potencia de levantar a la gente aquí o allá. A esa visión conspirativa le compite últimamente otra que sostiene que lo de Chile es en realidad la acción de un marxismo agazapado que busca derrumbar al país del altar del neoliberalismo. No se quiere ver, como le sucedía a Luis Felipe, que la gobernanza que se cierra sobre sí misma y concentra privilegios acaba en un callejón.
No ha caído el soberano en Chile como en aquella Francia de 1848, pero la realidad da cuenta de la fragilidad del presidente Sebastián Piñera. Ha debido remover a gran parte de su gabinete y de sus principios. Es la primera vez que se analiza derogar la Constitución pinochetista e iniciar desde cero un nuevo presupuesto que atienda a esa calle irritada.
Las mismas sospechas de que algo más sucede en la trastienda de estas furias por la desigualdad alimenta la incredulidad de gobiernos como el iraní por lo que sucede en Líbano o Irak. Esos países son aliados de Teherán y están ahora atascados en levantamientos populares en repudio a la corrupción y por una mejora de la calidad de vida. En Líbano, el alzamiento que ha incluido al partido Hezbollah en la versión local del “que se vayan todos” llevó a la renuncia al premier Saad Hariri pero no necesariamente a un cambio de sistema e incluso, tampoco de los personajes. Según las encuestas que miden las intenciones superestructurales más que la percepción en la base de la pirámide, el mismo funcionario dimitido es el favorito para volver a ocupar ese puesto. En el petrolero Irak, donde la sanguinaria represión exhibe la impotencia del gobierno, quedó también a punto de caer el primer ministro Adel Abdel Mahdi que anunció su intención de renunciar, pero con condiciones que traban ese cambio necesario. Lo cierto es que, al igual que el fervor transformador de la Revolución de los Pueblos, estas demandas se esparcen sin necesidad de patrocinadores. Un estilo de poder que persiste en construir un allá inalcanzable y a espaldas de lo que existe por debajo es fermento suficiente para la protesta.
Esas crisis producen, claro, oportunismos diversos que las usan para debilitar a la autoritaria China, donde gran parte del fermento rebelde en Hong Kong es la insólita brecha entre ricos y pobres que ha sido un estilo en el archipiélago; para acorralar al régimen teocrático iraní quitándole espacio de influencia en la región o para intentar exponer respecto a Chile o Ecuador que todos querrían ser chavistas en este planeta. Pero la verdad es más molesta y mucho menos frívola. El sistema está cuestionado desde el norte hasta el sur y no hay reversa. De un modo u otro las cosas no serán ya como antes.
*Profesor de Periodismo Internacional UP y editor jefe de la sección Política Internacional del diario Clarín.