Estados Unidos vs. China: ¿Una nueva Guerra Fría en el peor de los mundos?
Por Marcelo Cantelmi
Especial para el Observatorio de Política Internacional - UP
La esperada y temida segunda ola del coronavirus Covid 19 ya ha llegado. No es la peste, son los efectos sociales y políticos que ha descargado la enfermedad incluso en el tejido geopolítico. Se mide ese fenómeno en los avances del nacionalismo con el costo agregado de recortes de libertades individuales, la erección de panópticos tecnológicos y el diseño de un feudalismo global. La reversa, con formas de bramido, que demandan esos vértices planetarios contra la globalización y las cadenas internacionales de producción o el multilateralismo, son el emergente de un nuevo panorama para este presente con tonos vintage de otra época de los equilibrios globales. De ahí que la crisis creciente entre EE.UU. y China, por ejemplo, se inscriba cada vez más en los moldes de la antigua Guerra Fría que tironeó a Occidente contra la desaparecida Unión Soviética o que hablemos en términos de un conflicto este-oeste que va tomando los niveles de doctrina aunque todo el sistema sea profundamente diferente al que rigió aquella rivalidad del siglo pasado.
En un mundo en pedazos, como el actual, cualquier ventaja, aun las pequeñas, guarda un sobrevalor geopolítico. Por eso hay apuro entre las potencias para garantizarse, en medio de la neblina, avances que en otras circunstancias serían improbables. Los Estados Unidos no fracturarían el atlantismo al extremo como la están haciendo ahora, ni abandonarían su lugar de responsabilidad global como ha exhibido con su portazo a la Organización Mundial de la Salud de no mediar la actual crisis. O China dudaría en atropellar la autonomía de Hong Kong como lo ha hecho o no aplastaría a socios comerciales y estratégicos como Australia para ejemplificar su impaciencia con cualquier gobierno que dispute su narrativa sobre sus éxitos con la pandemia.
El regreso de la Guerra Fría, como cualquier imitación de fenómenos del pasado, tiene defectos, algunos groseros. En el otro lado del planeta hay un sistema autoritario exitoso que corre en la misma cuerda de acumulación capitalista que en el espacio democrático del bloque occidental. Esa semejanza es central porque no incluye la destrucción del contrario, sino la soberanía sobre la riqueza.
El notable sinólogo norteamericano Maurice Mesnier – autor, entre otros del imperdible La China de Mao y Después. Una historia de la República Popular. 2007-- recordaba que Deng Xiao Ping, el gran transformador de la actual China, cuando llegó al poder en los años 70 todavía preveía un futuro socialista para su país. Pero lo que ocurrió no fue la construcción de los cimientos del socialismo, sino el más masivo proceso de desarrollo capitalista en la historia contemporánea. Con Deng se universalizó la acumulación y la obtención de ganancias y la República Popular se integró en la economía capitalista mundial de un modo que ni sus propios promotores imaginaban. El giro fue tal, dice Mesnier, que los escritos del monetarista Milton Friedman adquirieron una popularidad extraordinaria entre los intelectuales, estudiantes y funcionarios gubernamentales chinos. “Friedman, el gurú del libre mercado -señala- visitó la República Popular para una muy publicitada gira de conferencias en 1980 y 1988, prodigando elogios a sus nuevos discípulos chinos”. La historia suele ser paradójica.
La Unión Soviética nunca fue un socio de Estados Unidos o del mundo como sí lo ha sido China. Esos modos transformaron también al gigante asiático que hoy acaricia su futuro hegemónico con un sistema interno de consumo y servicios que lo aleja de la dependencia anterior de las exportaciones (en 2018 su balanza exportadora explicaba el 19,5% del PBI contra el 32,6% en 2008 remarca un análisis de Foreign Affairs). Es cierto que la crisis del coronavirus ha puesto en pausa algunos de sus avances de predominio, claramente con la moderación de su Ruta de la Seda, la espectacular estructura de inversiones de más de un billón de dólares para encadenar la influencia de Beijing en medio planeta asiático. Pero las debilidades, que los mismos efectos económicos asociados a la pandemia han producido en Occidente, dieron ínfulas a la nomenclatura para erigirse frente al mundo con una diplomacia tenaz agresiva, demandando la centralidad que EE.UU. ha resignado y plantándose a nivel económico en casos ejemplares como el que referimos de Australia.
Ese episodio es elocuente. Canberra planteó a fines de abril de este año que se debían investigar las fallas que pudieron haber ocurrido en China al inicio de la pandemia, posición que alabó Washington; que ha usado la enfermedad, también por razones electorales en la agenda de Donald Trump, para escalar su choque con el gigante asiático. Fue la canciller australiana, Marise Payne, quien comentó la preocupación de su gobierno en un programa de televisión dominical. Apenas horas después, el embajador de China en Australia, Chen Jingye, adelantó al Australian Financial Review el tono de la respuesta que sobrevendría señalando que “tal vez la gente común (china) dirá ‘¿Por qué deberíamos beber vino australiano? ¿Comer carne de res australiana?’” Así fue.
China dejó de aceptar carne de cuatro grandes mataderos australianos, citando “problemas de salud” e impuso aranceles de más del 80% sobre las importaciones de cebada australiana como parte de una “investigación antidumping”. La recesión que trajo la pandemia acabó multiplicando de modo geométrico los efectos de ese castigo. Estos países son socios prominentes. El intercambio entre Australia y la potencia asiática alcanzó los 214 mil millones de dólares en 2018, dato suficiente para medir el desfiladero que se abre con este choque. Pero para el régimen había ahí un ejemplo sobre hasta dónde está dispuesto a llegar para limitar la independencia de la política exterior de un aliado central de EE.UU. y de Europa en la región.
Son formas de Guerra Fría muy rudimentarias y grotescas como las amenazas de Trump de cortar completamente las relaciones con China debido a la pandemia. Su colega Xi Jinping revolea el garrote, al igual que el norteamericano, para preservar su fortaleza interna en momentos de grave fragilidad externa y doméstica. Pero son estrategias con forma de boomerang. Si EE.UU. ha perdido iniciativa por esos estilos de conducción insulares resignando su influencia real en Asia, la agresión China contra Australia unifica a socios necesarios del régimen en su contra y pone en alerta a Europa, que ha mantenido una línea mucho más contemplativa con Beijing.
Con el actual gobierno de Xi, la República Popular potenció la verticalidad y la autoridad en el Partido Comunista. Al mismo tiempo demolió las reglas de armonías y pragmatismo político que había impuesto el modelo de Deng que postulaba una prudente y cauta política exterior. Ese giro imperial y personalista exhibe sí puntos similares con las fallas de la antigua experiencia soviética que marcó en su momento un peculiar diplomático norteamericano, George Kennan.
Kennan era en 1946 el encargado de negocios norteamericano en la embajada en Moscú. Por aquel tiempo, previo a la Guerra Fría que visualizaba, escribió un extenso telegrama a sus jefes en el cual observaba que una gran debilidad de aquel sistema era la extrema centralización del poder que hacía que su eficacia dependiera de la unidad interna, cuanto más cerrada menos autocrítica. Es decir, con habilidades reducidas para detectar y corregir errores pero el cimiento suficiente de luchas internas como las que afiebraban a Stalin o preocupan hoy a Xi.
Ese trabajo, que se convirtió en la doctrina por décadas de Washington hacia Moscú, sugería que la contención menos que la agresión era el camino adecuado en el relacionamiento. Porque aquellas debilidades acabarían por ser determinantes. Esa visión posiblemente explique el final pacífico que tuvo el conflicto helado que protagonizaron las dos potencias. China es muy diferente, no solo por su tamaño económico considerablemente superior a lo que era la URSS, además por su carácter capitalista. Como señala un artículo de Foreign Affairs, para los chinos no existe una cuestión ideológica en juego, comunismo es solo el nombre del partido en el poder lejos de una idea a defender. Pero China tiene una ventaja que también marcó Kennan en su época. El diplomático sostenía que el principal peligro para Norteamérica en ese juego con la URSS era caer en un liderazgo indeciso con una fragmentación política interna y pérdida de autoridad. Casi un análisis del presente. Una Guerra Fría en el peor de los mundos.