India vs. China, hegemonía mundial y una bomba de relojería en el Himalaya
Por Marcelo Cantelmi
Especial para el Observatorio de Política Internacional de la UP
El 15 de junio de este convulso 2020, a los pies del Himalaya, el mundo tuvo una razón para temblar. Es porque el sangriento combate que libraron tropas de China y de la India con palos y piedras en esa inhóspita región no fue un episodio más de la rutinaria conflictividad en la frontera que comparten estas dos potencias nucleares. La batalla por la hegemonía mundial, entre Occidente y Asia, resuena con estruendo en ese choque.
Esta constatación va más allá de lo obvio que señalaron las crónicas. En particular la ferocidad del choque cuerpo a cuerpo en el Valle de Galwan que dejó al menos una veintena de soldados indios muertos y, según The New York Times, un número no precisado de desaparecidos o capturados. Del lado chino, hasta donde puede contabilizarse, habrían sido cuarenta las bajas entre muertos y heridos, 35 posiblemente las fatales según informes de inteligencia norteamericana que incluyeron en el reporte a un alto oficial. Beijing no confirmó ese balance, pero sí los medios ligados al PCCh reconocieron que sufrieron bajas sin detallarlas.
Sin embargo, fuera del brutal desarrollo del choque, lo que brinda una característica especial a ese combate sin precedentes en 45 años son las condiciones que lo han hecho posible y que conectan con las disputas entre las dos mayores economías globales. Es por eso que este duelo no terminará pese a los anuncios de ambos rivales para emprender una détente. Ya en 2017, estos países confrontaron durante 72 días en la meseta de Doklam, en la frontera entre China, India y Bután. No hubo víctimas y entonces, como ahora, uno y otro gobierno se comprometieron al máximo nivel a evitar una escalada. El realismo del episodio de este junio convirtió en una anécdota abstracta aquel antecedente de cordialidad.
En el nivel aparente de este último enfrentamiento, hay una ruta que India pretende construir en la región y que China considera que lo haría en territorio propio. Pero hay otra ruta que la República Popular emprendió por la región y que Nueva Delhi intenta coartar. Por debajo de esos registros, lo que se lucha es algo mucho más vasto.
India ha sido un socio central de EE.UU. a lo largo de la historia aunque en niveles por momentos críticos, tanto por su avance nuclear, que Occidente desconocía cuando sorprendió con su primer ensayo, como por las necesidades estratégicas de Washington respecto a su vínculo con China, preferente durante la Guerra Fría. Ese trasfondo explica que Washington se haya mantenido distante en la última breve guerra que libraron los dos países en 1962 y que concluyó con un avance de Beijing, significativo y humillante para la India, sobre esos espacios territoriales.
La relación posteriormente se aceitó con la llamada “alianza estratégica global indo-norteamericana” durante el pasado gobierno indio del Partido del Congreso. Luego, con la actual administración de Donald Trump se tornó carnal en proporción directa al enfrentamiento estadounidense con la República Popular. Esta Casa Blanca encontró en Nueva Delhi un referente perfecto en términos ideológicos para esos puentes, el primer ministro ultranacionalista Narendra Modi del partido Bharatiya Janata (BJP).
La fortalecida fraternidad entre los dos países no solo se reflejó en el afianzamiento de la cooperación militar. Además incluyó el estímulo para que ese enorme país se constituya en el espacio que eventualmente releve a China como base de las empresas norteamericanas que se instalaron en la República Popular aprovechando sus bajos costos salariales y su descomunal fuerza laboral. En este sentido, la población de China de 1.384 millones de habitantes, supera por poco a la de India con 1.296 millones.
Pero esto es solo una parte de lo que debería observarse. Si se rastrea un poco más bajo la superficie surge un encadenamiento de factores que han llevado a este extremo. Apenas una semana antes de los hechos de Galwan, Trump sostuvo una extensa conversación con Modi, cuyos detalles no trascendieron más allá de la agenda obvia del relacionamiento, el factor común contra la Organización Mundial de la Salud, la pandemia que está acorralando al gobierno indio, y el factor de China, por cierto. Hubo ahí una invitación para que India se sume a la cumbre sin fecha del G7 de las naciones más industrializadas, a la cual Trump pretende añadir a Nueva Delhi y también a Moscú, el mayor aliado regional de la República Popular.
Esas sociedades que imagina la Casa Blanca son relevantes no solo por el factor económico. En términos militares, según la web Global Firepower y el Banco Mundial, China es el tercer país en el mundo en poderío militar detrás de Rusia y EE.UU. A su vez, con un presupuesto de defensa de 261 mil millones de dólares, va segundo en gasto militar detrás de Norteamérica. En tercer y cuarto lugar, se ubican Moscú, que es hoy una virtual extensión de China debido a la alianza que han amalgamado, y la India.
La República Popular se aferra, sin mencionarlos, a estos antecedentes del vínculo de su rival con Washington para sostener su versión de que fue la India la que provocó el sangriento incidente al enviar a sus soldados en dos ocasiones hacia el otro lado el límite binacional con el guiño de la Casa Blanca. Esa frontera inestable está definida por la llamada LAC, Line of Actual Control, que fijaron los dos países después de la guerra de 1962. La otra versión sobre el detonante del conflicto del lunes, y que merece atención, sostiene que fue la República Popular, en cambio, la que movió tropas e instaló tiendas, tropas y pertrechos más allá de la frontera. En todo sentido ese avance que sí existió tampoco sería un hecho rutinario. Indicaría una toma de posición, un reto y una reafirmación del proyecto de influencia chino, que no es solo regional.
Hay un factor interno de ese movimiento que nace de la actual circunstancia mundial anárquica carente de liderazgos y de la crisis global que generó el coronavirus. El régimen del presidente Xi Jinping busca reafirmar su músculo también mirando hacia su propia vereda en momentos que la pandemia ha golpeado a la economía china; crece el enfrentamiento con EE.UU. y, presumiblemente, también la discusión hacia adentro del régimen. Pero también existen factores externos que definen el paso y su ritmo. La creciente relación de Nueva Delhi con Washington ha profundizado la histórica alianza de China con Pakistán, la otra potencia nuclear regional que mantiene con India un crónico enfrentamiento desde la partición de 1947 y que tiene como foco la batalla de soberanía en la región de Cachemira.
Ese escenario se complicó cuando Modi revocó en agosto pasado el estatus autonómico especial de la región bajo su mando de Cachemira y despachó una tropa adicional de 25.000 militares. Esta decisión acabó con siete décadas de política india en ese territorio en disputa, al iniciar de facto la anexión de la única región india de mayoría musulmana en la que existe una administración compartida con Pakistán. China tradujo de inmediato esa medida como una ofensiva de Nueva Delhi para convertirse, con el guiño occidental, en la potencia regional dominante. Según la BBC, dirigentes del gobierno de Modi llegaron incluso a plantear que se debía tomar manu militari la parte de Cachemira paquistaní porque descartaban la posibilidad de una condena norteamericana.
Existe un objetivo estratégico nítido de mayor nivel en estas maniobras y expresiones, dirigidas no justamente solo contra Pakistán. Por esas regiones pasa una carretera estratégica, la autopista Karakoram, que conecta a China con su aliado. Beijing ha invertido 60 mil millones de dólares en obras de infraestructura en Pakistán, incluyendo esa ruta como parte del llamado Corredor Económico China Pakistán (CPEC), que integra la iniciativa de la Ruta de la Seda. La carretera es clave para el transporte de mercancías desde y hacia el puerto paquistaní de Gwadar, en el sur del país, que brinda a China un punto de apoyo central en el Mar Arábigo, en la costa suroccidental de Asia. De modo que la estrategia del otro lado es derrumbar ese camino para complicar el proyecto de desarrollo de la República Popular.
El CPEC transcurre a través de dos comarcas, Aksai Chin y Gilgit-Baltistan, cuya soberanía, no casualmente, demanda la India. Sucede que China ha buscado con ese emprendimiento multimillonario disminuir la dependencia de sus flujos de comercio internacional por el Océano Indico u otras vías donde la conflictividad con Occidente y el dominio norteamericano ha escalado. Tanto EE.UU. como India buscan cancelarle esa opción al adversario asiático. Para Nueva Delhi, imponerse en ese conflicto fortalecería su posición regional que es su proyecto de largo plazo. Para Washington, se trata de uno de los frentes donde disputa la hegemonía global, un factor que excede a la actual administración de Trump y es un valor permanente en el arenero norteamericano.
Hay una dimensión adicional que importa tener en cuenta alrededor de este litigio y de su carácter imprevisible. China e India comparten regímenes nacionalistas. Esa condición tiende a acentuar sus aristas más peligrosas en escenarios sociales complicados como el actual. Pocas horas después del incidente del Himalaya, por pura coincidencia, la agencia Fitch rebajó a un solo peldaño de bono basura la perspectiva de solvencia de India cuya economía se encogerá casi 5% este año con un torrente de desocupados debido al parate que impone la pandemia. Un escenario parecido al que experimenta China.
Desde las épocas florentinas las inyecciones de nacionalismo por vía de un factor externo, han sido el jarabe recomendado al Príncipe para encubrir las tensiones internas. El riesgo es que el descontrol se balancea en la misma cuerda floja donde se libran estas tensiones.
La amenaza se constata fácilmente. Apenas diez días después de la matanza en el Valle de Galwan, se comenzó a registrar una fuerte actividad de construcción a ambos lados de la disputada frontera en las montañas Karakoram.
Imágenes recolectadas por Maxar, una firma basada en Colorado, Estados Unidos, muestran esas edificaciones en el Valle del Río Galwan, contradiciendo los anuncios de Beijing y Nueva Delhi de un repliegue acordado en la zona. Se ve allí que India elevó un muro en su lado, mientras que los ingenieros chinos ampliaron sus puestos fronterizos al final de un extenso camino que conecta con sus bases militares más alejadas de la frontera. En el medio, reaparecen los mapas de la India que reclaman Aksai Chin para obturar el despliegue comercial de China al sur de Pakistán, y la protesta de Beijing contra esos diseños y el avance en Cachemira. Una bomba de relojería también con una mecha encendida.