El mundo ante una transición histórica
Por Marcelo Cantelmi
Especial para el Observatorio de Política Internacional UP
Nunca hubo una oleada de quiebras de empresas y derrumbes de economías nacionales como la que ha disparado la pandemia de coronavirus. Han regresado los auxilios gubernamentales como sucedió en la gran crisis de 2008, pero, como entonces, no es claro el destino de esos fondos multimillonarios. Lo único claro es que se insinúa un nuevo orden mundial, que si no cierra la agiganta grieta norte sur acabará pariendo más tensiones sociales y más nacionalismo.
Hans Morgenthau, el padre del realismo político y en las relaciones internacionales, exponía una clave simple sobre el poder: las posibilidades dependen siempre de las capacidades. Lo primero es la esfera política, pero lo segundo, que le da sentido y perspectiva, es la economía. No son iguales las posibilidades de Bolivia que las de Francia porque son distintas sus capacidades. El poder económico es central en el tronco del árbol para el desarrollo de las ramas de la política y “obtener los resultados deseados”, que es como politólogos como Joseph Nye definen el poder. De modo que cuando el cimiento económico no es estable y se fragmenta, que es lo que hacen las crisis, el panorama político se distorsiona, e incluso muta, fortaleciendo a otros actores y construyendo un nuevo orden mundial.
Esa turbulencia es lo que ahora estamos experimentando asociada a la pandemia del coronavirus. Los mercados, que son el corazón del sistema en el cual vivimos, han entrado en tirabuzón. Las economías planetarias han perdido sustento y se desploman en niveles que recuerdan el extraordinario desastre global de la Gran Depresión. El planeta se ha partido como nunca antes en su grieta histórica de norte y sur debido a las consecuencias presentes de este tsunami pero especialmente por sus efectos futuros. El norte cuenta con un potencial económico del cual el sur carece. La resolución de la crisis demorará de modo que los mercados encogidos filtrarán la capacidad de gran parte de la periferia global para colocar sus commodities agrarios o energéticos, que en muchas de esas comarcas es lo único que explica la recolección de divisas.
Existe una narrativa insistente que señala que este parate global se produce en momentos que las economías del norte global y la de EE.UU., en particular, funcionaban con capacidades intactas y en evolución. No es así. Lo cierto es que el mundo desarrollado y por su efecto el de los espacios emergentes, habían comenzado a entrar en un parate por la combinación de una serie de calamidades: las guerras comerciales entre las dos mayores potencias mundiales impulsadas por Washington contra Beijing; el desconcertante Brexit como epitome de un nacionalismo creciente que define a la etapa; y el final de la curva de expansión que se forjó tanto en Occidente como en Asia al galope de la reestructuración tras la enorme crisis de 2007/08.
Lo que la pandemia ha hecho fue profundizar de un modo radical esas tendencias, al detener el mundo y el sistema de acumulación por las cuarentenas. El resultado es que hoy vivimos en un punto en el cual aquellas capacidades disminuyen en forma aguda las posibilidades de las potencias y sucede a niveles pocas veces vistos en la historia. El impacto social de este escenario es enorme, pero también es grave el político. Esta enfermedad, como ya se ha señalado en el Observatorio, está destruyendo la confianza de la gente en sus gobiernos y reconstruye una demanda por una salud pública que ha sufrido enorme recortes en los cinco continentes los últimos años y que en países como EE.UU. es casi inexistente. Economistas de gran reputación como Nouriel Roubini, que predijo con antelación el desastre financiero y económico de las hipotecas basura de hace doce años, fue entre los primeros en estimar que, en declaraciones al Der Spiegel de Alemania, una contracción histórica de la economía en el primer trimestre del año mediando el resto del periodo. Como dato del abismo, ténganse en cuenta que, a comienzos de marzo apenas cuando el problema ya se estaba acentuando, se perdieron más de 4 billones de dólares de riqueza en los mercados bursátiles del norte mundial. Eso es aproximadamente ocho veces el Producto Interno Bruto anual de Argentina, diluido en cuestión de horas.
Janet Yellen, la ex titular de la FED, la Reserva Federal, el Banco Central norteamericano, ha expuesto un panorama igual de sombrío. La “situación en EE.UU. es absolutamente impactante", sostuvo. El desempleo trepa al 13 por ciento en crecimiento con una contracción calculada para el país de 30% que definirá el resto del año y más allá.
En su reciente carta a los accionistas, el CEO de JPMorgan Chase, Jamie Dimon, ve inevitable una recesión en la potencia norteamericana, pero de niveles más gravosos aún, la llama “mala recesión”. Y difiere en los números con Yelen. Para Dimon la contracción será aún peor, de un 35 por ciento con pico en el segundo trimestre, y continuidad anual. Estas caídas son generalizadas en el planeta. En la India que reconoce que se trata “de la mayor emergencia nacional” desde la Independencia, según el análisis del director del Banco de la Reserva de ese país, Raghuram Rajan, hasta Japón, que paralizó gran parte de la economía nacional por el aumento dramático de las infecciones, y el resto de Asia incluyendo de modo eminente a China.
El informe de marzo de la OCDE, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico que reúne a 36 estados con el 62% del PBI global, es quizá el resumen más completo de esa perspectiva negativa. El cálculo promedio es una pérdida de dos puntos porcentuales del Producto para cada mes que se mantengan las restricciones. El resultado también está atado al efecto de la enorme ayuda fiscal que están poniendo en marcha los gobiernos del norte mundial para aliviar el tobogán de la caída. En esa perspectiva, si esta pesadilla se ha apagado para junio pero el efecto económico no revierte inmediatamente, como señalan los especialistas, las principales economías del mundo perderán un 6%. Ese número creerá a 8% si el fenómeno continúa el mes siguiente o 10% de prolongarse otras cuatro semanas.
Por cierto que, observado desde el espacio sectorial, los derrumben son más significativos en las naciones que, por ejemplo, dependen del turismo que registra un 70% de achicamiento. Ese efecto ha llevado al borde de la quiebra a las aerolíneas y al sector hotelero. Pero también están contra la pared las automotrices. Desde la Segunda Guerra no hay antecedentes de una parálisis semejante en ese sector. Países productores de commodities como Argentina,. Brasil o Rusia, tanto alimenticios como energéticos, también están acorralados porque perderán franjas de mercado por la caída de la demanda atada a la menor actividad.
¿Por qué China exhibe mejores números? La potencia asiática no se contraerá aunque crecerá un magro 1 por ciento según los cálculos del FMI, a diferencia del -5% previsto para EE.UU. o similar para Europa. Es debido a que el pico del impacto económico ya sucedió y bajan algunas medidas restrictivas lo que permite regresar a la actividad. Su repunte para el segundo trimestre prácticamente estaría recuperando gran parte de las pérdidas. Según la OCDE, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo “los países que entraron primero en la crisis deberían salir también primero”.
Esta organización que represente al tope del capitalismo global, dio hace semanas pautas del profundo giro en el modelo global vigente hasta ahora. Plantea soluciones comunitarias, casi cosmopolitas, desde el G20, y hasta la emisión de deuda común para atender la demanda de salud y desempleo. Una posición de multilateralismo y regulación que también han defendido medios considerados como biblias liberales como el Financial Times o The Economist.
Ese pragmatismo alimenta una noción que puede tener efectos extraordinarios en el orden mundial. No se trata solo de la vuelta a Estados y gobiernos con poder en la economía, sino de la revalorización de lo público, en salud, educación y progreso. La traducción de ese esquema es la de una visión heterodoxa de la economía que se afinca en las enseñanzas de la segunda posguerra. Un eje inevitable de ese encuadre es la bomba de relojería de la deuda global que trepa ya a extraordinarios 235 billones de dólares, en gran parte desarrollada desde el 2009. Según el Instituto de Finanzas Internacionales, la relación entre esa deuda y el PBI mundial ha alcanzado un máximo histórico de más de 332%. El Financial Times conectó esos rojos con la novedad del impacto del coronavirus concluyendo que “cualquier fragilidad en el sistema financiero tiene el potencial de desencadenar una nueva crisis mundial".
Es lo que está sucediendo con un agravante. Los países están emitiendo más deuda, vía inyecciones en los mercados, desbordando los cepos fiscales, del mismo modo que sucedió hace doce años pero en un nivel agigantado. El debate que se va imponiendo es el destino de esos rojos. “La heterodoxia indicaría que deben ser depositados en una caja y olvidados por los siguientes dos siglos” según le dijo un diplomático europeo a este cronista.
Esa es la polémica que se ha abierto en Europa entre los países del sur del continente que están más afectados por la peste y los del norte, que han esgrimido inicialmente la necesidad de verificar ajustes para mutualizar esas deudas. Como la realidad es elocuente, esas resistencias se vencieron con un programa que aumenta el techo del presupuesto de la UE y envía el pago de los capitales destinado a amortiguar la crisis a un futuro de extensión extraordinaria que convierte a las obligaciones en una deuda perpetua solo comprometida a los intereses regidos por tasas mínimas. Serán 1,5 billones de euros de ese auxilio que no incrementará las deudas nacionales.
¿Qué sucederá en ese contexto con las deudas de los países emergentes doblemente quebrados por las crisis que arrastran y por esta circunstancia actual? Los argumentos para un replanteo de esa estructura de obligaciones tiene ahora un vigor del cual antes carecían. Y que sensibiliza a organismos internacionales como el FMI. El comportamiento del Fondo no obedece a una cuestión humanitaria. Se impone la preservación. La historia reciente, de la primera posguerra, enseña de qué modo las grandes crisis engendran peligrosos nacionalismos. Por supuesto esa evolución dependerá de un puñado de factores, entre ellos las elecciones presidenciales de noviembre en EE.UU y el lugar de China, entre los más significativos.
En 2008, la habilidad de Ben Bernanke al frente de la FED, el antecesor de Yelen, revirtió antes que en la renuente Europa los peores efectos de la crisis con un proceso de Quantitative Easing. La fórmula, nada convencional, consistió en la compra de acciones bonos privados y bonos del Estado con la impresión de dinero en gran medida. Ese esquema, además de la inyección directa de ayudas multimillonarias, implicó una extraordinaria transferencia de dinero público a los privados, que alivió la crisis, pero en gran medida la historia exhibe que se perdió la pista de una buena parte de esos fondos. El italiano Mario Draghi, posiblemente el más brillante titular que ha tenido el banco Central Europeo, hizo lo mismo en la UE luego, con efectos similares. Pero la crisis del 2008 nunca fue totalmente superada en las dos orillas del Atlántico y de modo especial, en el universo político.
El tsunami de hace doce años dejó un legado complicado con una concentración del ingreso sin precedentes históricos. Una década después del estallido del banco Lehman Brothers el uno por ciento de la población mundial acaparaba 82% de la riqueza global según una investigación de la confederación de ONg’s Oxfam de Gran Bretaña. El auge que surgió apalancado de la enorme asistencia fiscal, dejo afuera al 50 por ciento más pobre de la población, 3.700 millones de personas, que fueron arrojadas a las banquinas del sistema de acumulación.
La consecuencia se observó luego en los cambios políticos con el surgimiento de una generación de líderes nacionalistas o ultranacionalistas mesiánicos y xenófobos que canalizaron las frustraciones de las clases media y media bajas. Barack Obama llegó al gobierno de EE.UU. en el pico de esa crisis, pero no resolvió la situación de las víctimas individuales del desastre que, no solo perdieron la escalera social, sino que retrocedieron y en el camino resignaron además la posibilidad de adaptarse a las nuevas tecnologías. La figura de Donald Trump es el resultado nítido de ese fangal.
Si el actual desafío económico, que se extenderá mucho más allá que la propia enfermedad, se resuelve en los términos de aquel suceso, los resultados no pueden esperarse diferentes. Más bien se acentuarán con mayores grietas, ruptura ampliada del atlantismo y el riesgo de estallido del modelo cosmopolita europeo junto con el peligro de confrontaciones globales por el aceleramiento del nacionalismo. Hay señales, sin embargo, de que los efectos de la actual pesadilla se están imponiendo a los esquematismos. El premio Nobel de economía Paul Krugman calcula que Estados Unidos caerá tres veces o hasta cinco veces en relación al desplome de 6% de hace doce años: 18% o 30% en el peor escenario. Pero la buena noticia es que la ayuda de dos billones de dólares anunciada en marzo por la Casa Blanca y aprobada por el Congreso “se centra principalmente en las cosas en las que se tiene que centrar. Las disposiciones fundamentales de esta ley son las ayudas a los hospitales, a los desempleados y a las pequeñas empresas que mantienen sus plantillas de trabajadores; son exactamente el tipo de cosas que deberíamos estar haciendo”. Añade, y vale la pena citar el párrafo, “resulta especialmente curioso que se hayan promulgado leyes en su mayor parte sensatas, a pesar de las tonterías que decía el presidente, quien proponía –cómo no– rebajas de impuestos como solución para los problemas de la economía. De hecho, no se me ocurre ningún otro ejemplo reciente en el que los republicanos hayan aprobado una importante legislación fiscal con el objetivo principal de aumentar el gasto para beneficiar a los necesitados, sin ninguna rebaja de impuestos para los ricos”.
Vale preguntarse si esa medida, junto a los auxilios fiscales que pondrá en marcha el país, salvarán a Trump en noviembre. No es una cuestión sencilla. Pese a un coro que insistía en lo contrario, el mandatario no la tenía tan fácil antes de que se presentara este destructivo desafío. Es cierto que había pleno empleo en Estados Unidos y que la bolsa reaccionaba hacia arriba, pero después del dato macro, cuando se revisa la situación del votante de a pie, el panorama no surgía tan nítido. Las nuevas ocupaciones, por ejemplo, llegaron con menores rentas y beneficios que las anteriores y las clases media quedaron lejos de haber mejorado con Trump como sí lo hicieron los sectores de mayores ingresos. Durante los primeros dos años de la actual administración el ingreso familiar ajustado por inflación creció a una tasa anual promedio de 1,3%. Ese número va por debajo de la tasa anual de 4,1% en los dos años anteriores y, si se va más atrás, también es menor respecto al anualizado promedio de 1,8% durante el segundo mandato de Obama, según los datos del reciente censo.
Tampoco el interior profundo se benefició, ni el acero o la minería prosperaron. Y los agricultores fueron la víctima directa de la pelea por el domino del futuro tecnológico establecida con China con el pretexto del deficitario intercambio comercial. En 2016 Trump perdió el voto popular por una diferencia de 2,8 millones de sufragios y podría haber perdido la presidencia si menos de 80.000 votantes en tres estados se iban con Hillary Clinton. Nada indica que ese escenario no pueda repetirse este año en medio de la actual tormenta que no se apaciguará antes de las elecciones.
Este aspecto tiene una extraordinaria importancia. El mundo está exhibiendo una corrida política hacia los estamentos socialdemócratas debido al derrumbe de los fundamentos de la economía. Es el efecto político de la caída simultánea de las capacidades y por lo tanto de las posibilidades. Ese giro explica el desplome del poder político de figuras como Matteo Salvini en Italia, el coma casi total del proceso del Brexit y la multiplicación de mensajes de mensajes de defensa de la función pública. También el fortalecimiento de figuras como la del papa Francisco que se ha subido con habilidad a esos conceptos del regreso al welfare. Con ese viento a favor, en la Iglesia ya no hay quien lo cuestione y se ha apagado el entramado de los ultras encabezados por el ex asesor ultranacionalista de Trump, Steve Bannon, que armaron una conspiración en la curia, y sobre todo entre prelado estadounidenses, para intentar derrocarlo. El candidato demócrata para noviembre, el ex vicepresidente de Obama, Joe Biden es un católico. Todo un detalle que deberá ser tenido en cuenta si llega al Salón Oval. Entre tanto, como han demostrado sus legisladores a la hora de votar la ayuda, ese partido está advirtiendo que urge modificar estructuras internas para ampliar los beneficios de la salud, una bandera del fallido precandidato Bernie Sanders pero que le permitió competir con vigor en las internas. Esos conceptos seguramente serán tomados ahora por Biden, cuando le toque debatir con Trump durante la campaña.
El otro gran efecto es el lugar de China. Recordemos que después del descalabro del 2008 la República Popular salió más librada con medidas también de estímulo millonarias. En el caso chino, entre 2009 y 2010, insumieron 6.5% de su PBI, una cifra extraordinaria, que se usó en el desarrollo de infraestructuras ferroviarias, rutas, aeropuertos, generación eléctrica y vivienda social. Con esas y otras políticas China, que opera como una monarquía capitalista al estilo de la Gran Bretaña del Siglo de Oro, creció como un actor inevitable y virtual locomotora global que equivale hoy al 15,9% del PBI mundial. La factura que pagará Beijing por esta crisis no será menor. Pero si repite la recuperación de hace poco más de una década, su poder relativo de incidencia global se expandirá en una proporción equivalente. Dicho de otro modo, la crisis pone en cuestión los equilibrios globales y las formas en que los protagonistas se acomodarán. Es un escenario que corporiza todos los espectros, buenos o malos.
El siglo pasado un célebre economista austríaco Joseph Schumpeter aludió a la destrucción creativa, metáfora sobre las transformaciones y desarrollo en el sistema. La idea en realidad era de un colega y sociólogo alemán, Werner Sombart, a quien Schumpeter olvidó mencionar. Hoy un mundo atrapado en una de sus mayores desafíos históricos puede reflexionar sobre lo que esta destrucción puede engendrar. Sombart, socialista primero y luego conservador, veía el concepto con una cuota de pesimismo. La historia dirá.