Joe Biden al poder, el giro político que alivia al mundo

Joe Biden al poder, el giro político que alivia al mundo

Por Marcelo Cantelmi (*)

Especial para el Observatorio de Política Internacional de la UP

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 “Cada vez que uno abre un cajón de la Casa Blanca se encuentra un sándwich de m...”. La frase con el exabrupto y firma de un ex funcionario, la escribió Barack Obama allá por la página 416 de su voluminosa memoria, Una Tierra Prometida. Había acabado reflexionando que “todos los presidentes sienten que la administración previa les ha endilgado sus decisiones y errores, que el 90 por ciento del trabajo es gestionar problemas heredados y crisis por venir. Solo si uno conseguía hacer eso lo bastante bien, con disciplina y sentido, tendría una oportunidad real de modelar el futuro”.
Joseph Biden inició su presidencia con el mismo estigma pero en un tamaño extraordinario. El desorden interno que hereda es de tal magnitud que el diplomático republicano Richard Haas le ha aconsejado que suspenda por ahora su proyecto de hacer una conferencia mundial de democracias “hasta que la casa esté en orden”. Esa cita que Biden promocionó en su campaña como de ejecución inmediata a la asunción, constituye el primer paso, junto con el reingreso al acuerdo climático de París, de su plan para comenzar a restaurar el perfil global de EE.UU. con la recuperación del multilateralismo.
El líder demócrata sabe que el antecedente extremista que deja Donald Trump, con el significativo caos de la toma del Capitolio el 6 de enero y el rechazo del ex mandatario y decenas de legisladores republicanos a reconocer la valía de las elecciones, es un daño interno que repercute de modo aún peor en las relaciones internacionales de EE.UU. “Estamos pasando de un presente de disrupción a otro de destrucción”, advierte Haas que retoma la idea de otros observadores sobre la irrupción en esta era de un “pos americanismo”, fenómeno que crece no tanto por el desarrollo visible de otras potencias sino también debido a los daños que EE.UU. se hace a sí mismo. Ese proceso se mide en la merma de la influencia global norteamericana. Y si hay algo que no es claro es si el nuevo presidente podrá revertir esa tendencia o si, en cambio, de esta decadencia se tratará en adelante la historia.
Las prioridades de Biden cuadraban ya por su obligada síntesis en la plataforma electoral con aquella observación de Obama sobre los legados tóxicos. Estaban ahí la recuperación económica por el daño de la pandemia; la lucha contra el coronavirus, la cuestión racial que se ha agudizado por otro fenómeno que merece atención y es la penetración del ultranacionalismo blanco en las fuerzas de seguridad; y el cambio climático. La recuperación del vínculo atlántico con Europa y el conflicto con China, comercial y tecnológico, son los otros capítulos inevitables.
En esa agenda no figura América Latina. Esa ausencia coincide con la emergencia de cierta paradoja. Muchos gobiernos de la región, que se asimilaron o podrían haberlo hecho más cómodamente al perfil nacionalista, populista y antiglobalización de Trump, se vuelcan ahora a una admiración, en algunos casos exagerada, sobre Biden y su gobierno. Se entiende. Los motiva la urgencia de un acercamiento estratégico con EE.UU. que antes, con el estilo gangsteril del presidente saliente, resultaba bochornoso.
La mano del “imperio” tiene ahora una mayor centralidad debido a la crisis devastadora que genera la pandemia sobre todo en el sur mundial. Estos espacios -claramente América Latina-, carecen de medios para generar programas de estímulo como los que han disparado Estados Unidos a nivel nacional o la Unión Europea para sostener las economías más golpeadas del bloque. Una iniciativa para aminorar el daño la propone el Fondo Monetario Internacional con la emisión eventual de 500 mil millones de dólares en Derechos Especiales de Giro, la moneda del organismo. Pero, como ha advertido el Nobel Joseph Stiglitz, para ese paso “haría falta la aprobación de la secretaría del Tesoro de los Estados Unidos”, el ministerio de Economía de la potencia que en el flamante gabinete de Biden, encabeza la muy pragmática Janet Yellen.
¿Es difícil que suceda? Sí. Pero también es posible porque el tamaño de la crisis económica se mide en proporción directa a la amenazante multiplicación de liderazgos ultranacionalistas. El chavismo por caso, es un producto de los enormes y brutales ajustes que definieron la década de los ‘90.
Pero hay un detalle en ese camino que no debería ser ignorado y sobre el cual es necesario insistir. Para el nuevo gobierno norteamericano los valores simbólicos contarán más que antes debido precisamente al legado que enfrenta y su propósito de restauración. De modo que debe esperarse una demanda más rotunda que con Trump en derechos humanos, como el caso de la denuncia de las violaciones en Venezuela y de las normas republicanas, como la independencia judicial en la investigación y condena de los casos de corrupción. Las necesidades objetivas concluyen cierto recreo que habilitó el mandatario saliente. El desafío más complejo que enfrentará Biden es la enorme grieta que se ha cavado en la sociedad norteamericana. Esa fractura domina la política y ha contaminado la reacción del país frente a la pandemia. La escalada más compleja de ese fenómeno se constituye en un repudio creciente al sistema democrático de parte de la propia sociedad y marcadamente dentro del partido republicano. No es un fenómeno nuevo, pero lo que destaca es su condición expansiva.
Un artículo de Foreign Affairs recordaba recientemente que, a lo largo de las últimas décadas, se han ido debilitando cimientos básicos de la cultura cívica estadounidense como la confianza en el gobierno, en el sistema político y en la democracia. La World Values Survey, la Encuesta Mundial de Valores que desde hace cuatro décadas explora los valores y opiniones de la gente a nivel mundial, registró que en 1995 un 25 por ciento de los estadounidenses sostenían como una buena idea la de tener “un líder fuerte que no deba preocuparse por el Parlamento y las elecciones”. Como en China o en Venezuela y no solo allí. Esa proporción, de por si alarmante, ha ido aumentado de manera constante. Para 2017 eran ya 38 por ciento los estadounidenses abrazando estas creencias autocráticas.

El partido republicano lleva la delantera en Estados Unidos en ese derrape institucional. Dos estudios independientes, el VParty Project y la Global Party Survey muestran cuán extremista se ha vuelto esa fuerza. El artículo del que hablamos, “Sucedió en America” que firma Pippa Norris en Foreign Affairs, señala que “en términos de su posición hacia los principios de la democracia liberal, el partido republicano está más cerca hoy de las fuerzas populistas autoritarias como Vox de España, el Partido de la Libertad neofascista de Holanda o la ultra Alternative für Deutschland de Alemania, que de las corrientes conservadoras demócrata cristiana o de centro derecha” con las que anteriormente se identificaba.
La observación es aún más importante ante cierta solidaridad que los agentes policiales del Capitolio exhibieron con la violenta turba que asaltó el edificio y la presencia de esos criterios fundamentalistas entre los oficiales que estuvieron involucrados en el gatillo fácil racial del último año. El diputado demócrata Jason Crow, que integra la comisión de Servicios Armados de la cámara, comentó después de aquel suceso que el responsable administrativo del Ejército en el Pentágono, Ryan McCarthy, le informó que en el Legislativo “se recuperaron armas largas, cócteles Molotov y hasta explosivos” que ingresaron sin dificultades.
McCarthy se hizo eco de los informes que señalaban que personal del Ejército, tanto activos como retirados, participaron de la insurrección. Y por lo tanto sugirió que se controle que las tropas desplegadas para la inauguración del nuevo gobierno de Biden no incluyan “simpatizantes de los terroristas” de ultraderecha. El comunicado de las Fuerzas Armadas de esa semana de convulsiones advirtiendo al Ejército que se debe respetar a la Constitución y al nuevo mandatario electo es un asombroso reconocimiento de hasta donde se ha corrido la línea en EE.UU.
Biden arranca, como el primer Obama, con un control ajustado pero real en las dos cámaras. No será sin embargo suficiente. Necesitará a la oposición que entrará en un espacio de desconcierto y reajustes internos por el perfil que Trump le ha dado al partido y al país. Por eso mismo, el nuevo presidente no mostró entusiasmo por la ofensiva parlamentaria judicial contra el magnate porque considera que ese ataque para otro impeachment amplifica la grieta que identifica como un problema que involucra en realidad a las dos mayores fuerzas políticas norteamericanas.
La asunción de Biden se hizo con el trasfondo de ese proceso de destitución. En el momento que el demócrata juró, esa ofensiva se tornó abstracta, pero lo que se busca permanece entre sus auspiciantes: demoler la imagen del presidente saliente e idealmente fulminar su carrera política y, de ese modo, eludir el riesgo del regreso del populismo. Se equivocan. Como en la metáfora del sándwich de Obama, hay mucho más oculto de lo que se observa sobre el origen de ese fenómeno que ha transformado a Estados Unidos. Trump ha sido el disparatado caudillo de esta etapa. Pero lo que lo originó no desaparecerá apenas con él.

SEGUNDA PARTE

EN EL ESPEJO DE ROOSEVELT

Estados Unidos debió retroceder 90 años en búsqueda de un punto de apoyo y de una figura potente para medir los desafíos que enfrentará el nuevo gobierno de Biden. La simbología es que la potencia transcurre una pesadilla equivalente a la Gran Depresión que rodeó la asunción de Franklin Delano Roosevelt cuando juró su primer mandato el 4 de marzo de 1933. Biden busca reflejarse en aquel estadista venerado que logró recuperar a un país devastado por la crisis a la que enfrentó con esa conocida evocación de que “a lo único que tenemos que temer es al temor mismo”. O aún más atrás, con Abraham Lincoln, cuando asumió la presidencia en 1861 para liderar un país que se sumía en la Guerra Civil.
Lincoln, que remachó la palabra esperanza en aquella otra aún más grave pesadilla, fue la imagen que más cubrió las pantallas de la jornada inaugural de Biden, no casualmente.
La carga bien medida de esa épica en toda la ceremonia de asunción tuvo el propósito de exhibir el carácter histórico del momento para que este presidente no sea discutido en sus primeros pasos. También para que la majestuosidad del acto, más allá de los límites que impuso la pandemia, neutralizara el desprecio hacia el nuevo gobierno y a la propia transición democrática que exhibió Trump desde que perdió las elecciones y se marchó de la Casa Blanca sin saludar.

Todo el momento pareció un remedo del “yes we can” de Barack Obama quién, recordemos, llegó al poder también a caballo de otra crisis, la de 2008, que desbarató el sistema económico y financiero norteamericano y luego se extendió como un virus a todo el mundo con efectos que aún se mantienen.
La comparación gana mayor sentido al advertir que aquel mandatario, al igual que Biden ahora -quien fue además el vicepresidente de esa experiencia-, alcanzó la presidencia como consecuencia del descalabro que detonó el republicano George W. Bush al final de su segundo gobierno. Lo mismo que actualmente, con Trump. Si el país no hubiera sido tan dañado es más que probable que el magnate hubiera sido reelegido.
La fractura heredada que dibuja el panorama actual norteamericano tiene una profundidad sin precedentes. Gran parte de la mitad del electorado del país que no votó al demócrata lo considera ilegítimo y cree en las conspiraciones de fraude que removió el presidente saliente. Trump logró amplificar esas invenciones después de transformar al partido republicano en una expresión populista y personalista con una base en la que se multiplican grupos fanatizados, xenófobos y que reivindican el supremacismo blanco.
Esa deformación no se superará con slogans y discursos esperanzadores. Es un resultado tóxico del enorme abismo social que se ha venido abriendo en EE.UU. desde hace décadas y que escaló en los últimos años con una concentración del ingreso y exclusión sin precedentes. Esta circunstancia debería constituir un límite para la autonomía de la dirigencia republicana que parcialmente ya ha roto con el fundamentalismo del magnate. Es sencillo. Si el país no cambia y resuelve esas contradicciones sociales, a ellos también se los devorará la crisis. Por eso el vicepresidente de Trump, Mike Pence, estuvo en la ceremonia de asunción, y por eso también, el líder del bloque republicano, Mitch McConnell, rompió con su ex jefe y acusó ahora abiertamente al ex mandatario de provocar la insurrección del 6 de enero con la toma del Capitolio. La razón, recordemos, del segundo impeachment en marcha.
El otro drama que acecha al flamante mandatario, es el descontrolado crecimiento de la pandemia de Covid 19 en todo el país con el enorme daño económico asociado. Hay un dato central ahí para mensurar el tamaño del traspié que ha vivido Estados Unidos y las responsabilidades por lo que se ha hecho mal, incluso premeditadamente. El giro insular de la política exterior y de repudio a la multilateralidad que impulsó Trump bloqueó toda posibilidad de una coordinación global para limitar los efectos de la pandemia. Al mismo tiempo, el negacionismo de la enfermedad por parte de su gobierno y el pausado esquema de vacunación, augura que los muertos en EE.UU. alcanzarán cifras espectaculares de modo inminente. Biden asegura que alcanzará el medio millón de decesos en el curso de febrero o hasta 600 mil apenas un poco más hacia adelante. Del lado de los efectos de ese desastre, la semana previa a la asunción del demócrata, el país registró otro pico récord de desocupación, 900 mil personas pidieron el seguro de desempleo, configurando el peor escenario laboral para un gobierno entrante de la historia moderna.
Biden necesita atacar esos dos frentes en simultáneo, el de la grieta social y política y el de la enfermedad y sus costos. En el camino, además, recuperar la autoestima de los norteamericanos y el respeto internacional perdido de su país. Es la razón que explica que un político bien de centro y hacia la derecha como es el nuevo mandatario, haya lanzado un aluvión de decretos para normalizar la inmigración, regresar al acuerdo de cambio climático, evitar la salida de la Organización Mundial de la Salud y poner una red de contención para las crisis hipotecarias y la enorme deuda de los estudiantes con las universidades además de las medidas anunciadas contra la discriminación racial o la extensión del sistema de salud para los sectores más golpeados. Apenas 48 horas después de llegar al Salón Oval reveló que EE.UU. confronta 29 millones de adultos y al menos ocho millones de niños con inseguridad alimentaria. Con resoluciones ejecutivas dispuso duplicar el sueldo mínimo a 15 dólares la hora y estudiar una asignación por hijo para las familias más carecientes. Son recursos federales que requieren un apoyo crucial del Parlamento
¿Existe en sus planes un indulto a Trump como el especialmente incómodo que le obsequió Gerald Ford a Richard Nixon por el escándalo del Watergate? ¿Pedirá eso la carta confidencial que el magnate le dejó en el escritorio a Biden? Preguntas por ahora sin respuesta pero que conviene tener en cuenta.
El problema con Biden es que, a diferencia de Lincoln o Roosevelt, que tuvieron amplias mayorías en el Congreso, el nuevo mandatario contará con un control muy ajustado en ambas cámaras. En el Senado, especialmente, demócratas y republicanos están igualados en 50 bancas cada uno. A favor de la Casa Blanca, será la vicepresidente Kamala Harris quien tendrá el poder de desempatar. Es importante ese dispositivo, pero es claramente insuficiente.
Las mayorías de Roosevelt le permitieron imponer un complejo plan de polémicas medidas de estímulo en el marco del New Deal. Es lo que se propone Biden, pero es muy probable que, aún pese a la gravedad de las circunstancias, no pueda contar con un abierto apoyo de los republicanos. Del mismo modo como le ocurrió a Obama con la accidentada elaboración de la Ley de Reinversión y Recuperación de 2009 que buscó revertir pero acabó solo aliviando los efectos de la crisis que había estallado el año anterior.
Los republicanos son conscientes de que Biden tiene por delante cuatro años de gobierno, y en el actual y hasta avanzado el 2022 seguramente se superará en gran medida la enfermedad además de que la economía rebotará. Banderas que pueden ser fundamentales en las cruciales legislativas de noviembre de aquel año. Biden tiene ya aprobado desde diciembre un plan de rescate de 900 mil millones de dólares y propuso otro de 1,9 billones que será el primer gran examen de su gobierno en el Congreso. Su New Deal. Considera que con esos recursos recuperará la percepción de una mejora social que licúe las divisiones internas. Lo que le urge es revertir el riesgo de anarquización del país donde se han multiplicado hace tiempo las protestas sociales por izquierda o por derecha y ha crecido la desconfianza hacia la política y las dirigencias.
El formidable apoyo que tuvo Trump en las elecciones de noviembre es un efecto de esa distorsión. La evocación de Biden en su discurso inaugural a la defensa y la victoria de la democracia constituyó en realidad un reclamo a la defensa del sistema, cuya recuperación, de paso le dice al mundo, es central para sostener los equilibrios geopolíticos.
Por cierto, el Roosevelt que entusiasma a Biden pertenecía a otro mundo. Fue uno de los pilotos, a lo largo de sus cuatro mandatos, del enorme crecimiento del capitalismo norteamericano, un avance que se coronó especialmente como el gran ganador de la Segunda Guerra. Un ciclo que comenzó a perder fuelle a finales del gobierno de John F. Kennedy y luego con la eliminación, hará este año medio siglo, en los inicios del gobierno de Nixon, del patrón oro legado de la posguerra. Lo que sucedió desde entonces fue una paulatina modificación de la estructura social del país que no detuvo ni moderó ninguno de los mandatarios que siguieron, demócratas o republicanos, y que explica mucho de las distorsiones actuales. En ese sentido y quizá casi como un consejo para Biden, el propio Roosevelt sostenía o lamentaba que “lleva mucho tiempo traer el pasado hasta el presente”.

(*) Marcelo Cantelmi es el director del Observatorio de Política Internacional de la Universidad de Palermo y docente de la carrera de Periodismo en la Universidad de Sociales de la UP. Es el jefe del área de Política Internacional, Mundo, del diario Clarín Es autor de los libros, El fin de la era Bush (Capital Intelectual); Una primavera en el desierto (Sudamericana) y Diario de viaje (Universidad de Palermo)