¿Qué guerra es esta guerra en Ucrania?
Marcelo Cantelmi (*)
Especial para el Observatorio de Política Internacional de la UP.
Rusia, antes de la guerra, retenía el control del Mar Negro y también del mar de Azov a despecho de la presencia ucraniana en muchos de los principales puertos. Después de la guerra --y si una negociación, hoy improbable, la cancelara--, nada de eso habría cambiado. Antes de la guerra, el Kremlin dominaba las provincias ucranianas prorrusas en la frontera del valle de Donbás. Después de la guerra, seguiría igual, dominando esos territorios.
Antes de la guerra, Rusia gobernaba la estratégica Península de Crimea que anexionó en 2014, dotada de la poderosa base de la marina de guerra en Sebastopol desde la cual proyecta su poderío naval al Mediterráneo. Después de la guerra, ese poder continuaría sin cambios.
Ucrania antes de la guerra se había comprometido junto al gobierno de Alemania, el principal socio comercial ruso en Europa, a no afiliarse a la OTAN, la alianza de mutua protección occidental. Ese acuerdo garantizaba su neutralidad incluso descartando cualquier armamento atómico. La guerra era innecesaria para esa condición.
Antes de la guerra, Rusia contaba con una potente influencia económica sobre el este europeo de la mano de la ambiciosa Ruta de la Seda de inversiones de su aliado chino. Después de la guerra, ese esquema debería seguir en su sitio, sin modificaciones.
Antes de la guerra, el gobierno ucraniano había congelado su gestión para ingresar a la Unión Europea. Después de la guerra, ese trámite seguirá pendiente en los laberintos burocráticos. Antes de la guerra, la OTAN avanzaba con pocas herramientas, algunos miles de soldados y cierta improvisación norteamericana sobre el este europeo. A partir de la guerra, ese avance se expandirá con más afiliaciones de países y un despliegue de tropas sin precedentes desde la Guerra Fría.
Antes de la guerra, Rusia era uno de los países con mayor reputación crediticia en el mundo. Después de la guerra, tendrá enormes dificultades para volver a ese sitial de previsibilidad. Antes de la guerra, el Kremlin contaba con reservas copiosas en su Banco Central equivalentes a más de un tercio de su PBI de 1.4 billones de dólares, una meritoria rareza para una economía intermedia, más pequeña que la de Brasil. Con la guerra, ese nivel se ha derrumbado sin perspectivas ciertas de regresar al punto de partida.
Antes de la guerra el crecimiento de Rusia rondaba el 5% anual con una considerable recuperación tras el derrumbe de -2,7% en 2020, en plena pandemia. Arrastrada por la invasión a Ucrania, la economía se desplomará este año un 10% o 12,4% según cálculos oficiales medianamente optimistas.
Antes de la guerra la inflación anual preocupaba al gobierno y al establishment rusos con un 8,4% de alza que registró en 2021. Pero debido a la guerra, el costo de vida se disparará este año por encima del 20,7% según datos de la propia oficina de estadísticas de la Federación rusa.
Antes de la guerra, el Kremlin se encaminaba a convertirse en el proveedor del 70% del gas necesario para domicilios e industrias de Alemania, la mayor potencia Europea con un espectacular gasoducto por debajo del mar Báltico, el Nord Stream 2. La guerra anuló ese proyecto que amplificaba el poder político ruso.
Durante y después de la guerra, en cambio, se acelerará la cancelación de la mayoría de la cuota petrolera que recibe Europa de Rusia y que, además, explorando alternativas crecientes para el gas. En el mediano plazo, Europa no será ya cliente de la energía rusa, su principal herramienta de exportación.
Antes de la guerra, Rusia compartía con privilegios un trípode de poder geopolítico en la región junto a Turquía e Irán. Debido a la guerra la influencia de Moscú se ha debilitado en el Cáucaso Sur donde avanza decididamente Turquía, ahora aliado central de Ucrania y distanciado de Moscú. Azerbaiján, un satélite turco, se potencia precisamente como uno de los canales alternativos para desplazar del negocio energético al Kremlin.
Antes de la guerra Moscú ejercía un poder indiscutible en su patio trasero. Después de estallar la guerra, la región comienza a retorcerse. Hay una rebelión civil de destino imprevisible en Armenia para desplazar al obediente gobierno prorruso de ese país. Y amenazas militares de parte de Irán, también enfrentado con Rusia y reticente a perder influencia frente a Turquía y la OTAN.
Antes de la guerra el Kremlin presumía de una habilidad militar moderna y concluyente, por encima del promedio, imposible de ser ignorada. La guerra desnudó, en cambio, graves debilidades y balbuceos y una fuerza por lo menos mal organizada.
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Este balance podría continuar, pero alcanza la lista para observar los límites de la narrativa rusa para justificar la guerra. Lo que sí resulta ilimitado, en cambio, es el interrogante sobre qué es lo que ocurre en este presente para que un autócrata resuelva lanzar su fuerza militar sobre un país vecino indemne sin otra razón que una aparente nostalgia zarista.
Una operación, además, con una ganancia nula o relativa, volviendo al punto de partida, en harapos y con el saldo de una macabra montaña de decenas de miles de muertos que destiñe el maquillaje del discurso oficial.
Cuando se observa de este modo el panorama de un conflicto de enormes precariedades en su origen y que tiende a agravarse, ralean necesariamente las posibilidades de un análisis en profundidad. La narrativa de la desnazificación que el régimen ha extendido al absurdo de proclamar un carácter judío de Hitler para descalificar al presidente ucraniano Volodimir Zelenski, judío y descendiente de víctimas del Holocausto, es un manoteo desesperado para imprimir una justificación de la guerra que incluso sirva, además, para darle un sentido a los soldados rusos cuya desmoralización es proporcional a los vacíos argumentales de este conflicto. No debería sorprender este derrape. Es conocido el esfuerzo de los regímenes autoritarios y de sus aspirantes para reescribir la historia desvistiendo a las violaciones y a las masacres de su consecuencia moral para convertirlas en una herramienta política destinada a buscar destruir al contrario. La historia, sin embargo, no es tan sencilla de manipular y suele ser muy dañina con quienes lo intentan imitando aquello que denuncian.
Es así que si tomamos la experiencia nazi en su verdadera dimensión de horrores y abusos, de la crueldad sistemática con pueblos inocentes, del uso de una potente estructura militar para conquistar territorios, ignorar el derecho de sus habitantes, asesinar y esconder los cadáveres, queda más bien claro que, en cualquier caso, lo que habría que desnazificar es el Kremlin.
Putin no es Napoleón avanzando por el mundo. No es la historia, como diría Hegel. Es un modesto Hitler. Si antes Rusia tenía herramientas para recuperar una auténtica centralidad global, esta guerra es el estertor de sus glorias pasadas.
El drama de Vladimir Putin es que no conseguirá mucho de esta guerra, como intenta mostrar este listado, salvo posiblemente unas porciones de territorios que podría haber obtenido con un manejo moderno de su influencia. En cualquier caso este drama ha confirmado la antigua enseñanza de que la decadencia sigue siendo la peor trampa del absolutismo.
II
El enigma petrolero de la guerra
La India, gran cliente energético de Rusia, parecería contar con mejor información que muchos otros sobre las calamidades que amenazan envolver al Kremlin por esta guerra. De ahí que con cierto desdén sobre el palabrerío triunfal ruso, hizo en mayo una propuesta singular. Le pidió a Moscú que le venda el petróleo con un extraordinario descuento, a un promedio de 70 dólares el barril, casi 40 menos que lo que dice el mercado.
El gobierno indio afirma que ese precio de liquidación es justo porque Rusia es un país sancionado por medio planeta. Es decir, le avisa que hay una factura detrás de la grotesca aventura bélica en Ucrania y tiene que pagarla. Notable. Vale imaginar las condiciones de China cuando negocia el mismo tema con Rusia. Pero eso es secreto entre amigos.
La síntesis es que crece la centralidad de la energía en el presente y futuro de esta guerra, un elemento más poderoso aún que el de los cañones. Nafta prometiendo apagar el fuego.
No es la primera vez que ocurre una derivación semejante, pero las diferencias son enormes. Cuando Rusia se apoderó en 2014 de la península de Crimea, luego de quemar, con cuotas similares de mal cálculo y arrogancia, la influencia con que contaba sobre Ucrania, la estatal rusa de petróleo Rosneft quedó agonizante bajo una lluvia de sanciones occidentales, con un océano de deudas y sin crédito mundial.
El rescate vino de una poderosa intermediaria en el negocio petrolero, Trafigura Group, un trader líder del negocio basado en Singapur, con oficinas en Ginebra y un CEO australiano. “Trafigura, armada con un balance general gigante y con fácil acceso a la financiación de los bancos occidentales y el mercado mundial de bonos, vio inmediatamente el negocio y se abalanzó sobre Rusia”, recuerdan Joe Wallace y Eliot Brown en The Wall Street Journal.
Hicieron un acuerdo básico para comprar grandes cantidades de petróleo ruso y pagar con 25 días por adelantado, de ese modo se aliviaba la escasez de efectivo de Rosneft y se renovaba el circuito crediticio. Trafigura se convirtió en el mayor exportador occidental de crudo ruso tan temprano como en 2015, dejando atrás a sus dos principales competidores, Vitol Holding BV, holandesa también con sede en Ginebra, y la suiza Glencore.
Fue el primer paso de una gran amistad corporativa entre el trader y la firma estatal que administra un aliado y admirador de Putin, Igor Sechin. Entre su séquito de ejecutivos se encuentra el ex mandatario alemán socialdemócrata, Gerhard Schroeder, el hombre que fulminó el estado benefactor germano, pavimentando el camino al poder de Angela Merkel.
Las dos empresas se convirtieron rápidamente en socios multipropósito. Compraron una refinería de petróleo india y la trader invirtió 8.400 millones de dólares en el vasto campo petrolero Vostok Arctic de la estatal rusa a cambio de una participación del 10% en el negocio. Todo financiado por un banco ruso que tomó el riesgo de la operación con los avales del Kremlin. Trafigura llegó a mover a lo largo de 2021 un promedio superior a los 500 mil barriles por día, según detallan las publicaciones especializadas en el negocio petrolero.
Las cifras involucradas eran descomunales. Pero ahora, la trader suiza y las otras intermediarias occidentales, acaban de anunciar que sacarán a Rosneft de los mercados petroleros mundiales. La decisión es tan drástica que supera con amplitud los límites de las propias sanciones.
¿Qué pasó? Cuando el Kremlin invadió Ucrania, los mercados mundiales para el crudo ruso se derrumbaron, y con muchas dificultades solo podía colocarse con fuertes descuentos por barril respecto al Brent, el referente internacional. El negocio de Trafigura, que consistía en vender con una ligera ganancia, se deshizo en un instante. La clientela desapareció. Pero en la decisión de esa y las otras intermediarias pesó otro factor: la información concreta, que seguramente también maneja la India, sobre los extremos a los que avanzará Europa en el embargo petrolero de Rusia.
Ese futuro comprende otro dato. Según la International Energy Agency, la producción petrolera rusa comenzó a declinar desde marzo hasta encogerse un 7,5% a mitad de abril. Se espera que termine el año con un recorte de 17%. Serán los niveles más bajos desde 2003. Hay que insistir en una observación. La pandemia y esta guerra han probado en la era global la imposibilidad de depender de proveedores imprevisibles.
Es cierto que Rusia ha ganado mucho con el aumento del precio del crudo y del gas que disparó el conflicto. Prácticamente el doble de lo presupuestado. Las naciones se manejan en términos de mediano y largo plazo. Y lo que se ve hacia adelante no es precisamente cómodo. El miércoles último la Unión Europea anunció un nuevo paquete de sanciones pero el mensaje esencial es que ha decidido prohibir la totalidad de las importaciones de petróleo ruso en el siguiente semestre.
La ofensiva, la más dura hasta el momento, incluyó el bloqueo en el sistema swift del mayor banco ruso, el Sberbank, que había sido disculpado antes porque canalizaba los pagos del fluido. Eso ya no importa. “Seamos claros, no será fácil pero tenemos que trabajar en ello”, afirmó la presidente de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen en un mensaje con los tonos de Churchill contra los nazis, que fue recibido con aplausos en el Parlamento europeo en Estrasburgo. Un dato de consenso.
No se equivoca. La batalla contra el petróleo del Kremlin será un boomerang muy dañino para la economía europea, golpeada ya por la inflación que viene del costo asociado con la enfermedad. Un problema que envuelve también a EE.UU. y que explica la última leve suba de tasas pero a su mayor nivel en 22 años para intentar apagar un costo de vida en trepada.
Rusia está en la misma encrucijada con un alza de 17,3% del índice anual, sin precedentes en dos décadas. Esa distorsión se refleja en alzas domésticas de 35% en el servicio de agua, 77% en productos como el azúcar o hasta 50% en las verduras. Dentro de ese escenario hay otro más tenebroso que son las hambrunas cuyo riesgo anticipó el líder francés Emmanuel Macron en marzo pasado, Esa amenaza aletea con las crisis en el universo de países pobres que dependen de cereales alimenticios y energía, commodities en general importados y en grave alza.
Para algunos analistas el plan europeo no tendrá un efecto pleno debido a que Hungría y Eslovaquia, dos miembros con una gran dependencia de las importaciones de petróleo ruso, se oponen en un caso o tendrán hasta diciembre de 2023 para prohibir el combustible, en el otro. Checa pide también una transición más extensa.
Pero la actitud de esos países chicos no debería tranquilizar al Kremlin. No son claves en el negocio. A efecto ilustrativo vale observar que el año pasado Rusia suministró a la UE una cuarta parte de sus importaciones de petróleo, y los Países Bajos y Alemania fueron los principales comprador. Hoy el gobierno holandés propone detener todas las importaciones de combustibles fósiles rusos para fines de este año y Alemania ha reducido sus importaciones de crudo de ese origen, del 35% al 12%. El Reino Unido , que ya no está en la UE, también elimina el petróleo del Kremlin que representa el 8% de sus compras.
La crisis de la guerra en Ucrania en sus efectos expone otros puntos en común con la pandemia. Así como el daño económico global que generó la enfermedad impulsó la creación en tiempo récord de una variedad de vacunas, en su mayoría muy eficientes, esta tragedia apunta a acelerar alternativas energéticas, incluso las renovables, en lapsos que antes se consideraban irreales.
La UE ya está construyendo instalaciones de gas natural licuado en el norte de Grecia que entrarán en funcionamiento a inicios del año entrante. Entre la fuentes del fluido se encuentra Argelia, Qatar (gran aliado de Irán en el gigantesco yacimiento gasífero South Pars-North Dome en el Golfo Pérsico, herejías que dicta la necesidad) y EE.UU.
En los mapas también está el gasoducto transadriático que se extiende desde Azerbaiyán hasta Italia. El mes entrante se lanzara un nuevo ducto que vinculará las redes de gas de Grecia y Bulgaria.
La energía nuclear, asimismo, ha vuelto a estar de moda. Francia anunció la construcción de seis nuevas usinas atómicas. También el Reino Unido. Por el lado de las nuevas tecnologías se exploran alternativas para obtener insumos de ciertos minerales críticos que están peligrosamente concentrados en manos de autocracias, señala The Economist. Tesla, por ejemplo, desarrolla nuevas baterías recargables para sus autos eléctricos con níquel que importará de Nueva Caledonia, un territorio francés en el Pacífico que cuenta con un décimo comprobado de las reservas mundiales de este mineral y, por cierto, una invalorable garantía de previsibilidad.
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(*) Director del Observatorio de Política Internacional de la UP
Editor jefe de Política Internacional de Clarín
Libros: El fin de la era Bush, Capital Intelectual; Una primavera en el desierto, Sudamericana. Diario de viaje, Universidad de Palermo.