Capítulos originales de el padrino en Rusia
Por Marcelo Cantelmi (*)
Especial para el Observatorio de Política Internacional de la Universidad de Palermo.
El presente ruso de las últimas décadas recuerda con frecuencia capítulos de El Padrino, de Ford Coppola. Esa saga de disputas a resolver con la amputación del otro como dato de poder o de desesperada defensa del lugar conquistado. Sin aceptar piedad, aunque haya habido abrazos y brindis entre víctimas y victimarios. En ese universo tampoco cabe ocultar al asesino. El código dispone que crimen y autor sean brumosamente evidentes.
Este mismo sendero en Rusia está regado de una curiosa fragilidad de balcones y ventanas de los cuales se desprenden al vacío solo los adversarios del régimen. La lista, entre otros, incluye a Ravil Maganov, presidente de Lukoil, la segunda petrolera del país, que cayó en setiembre pasado desde el cuarto piso del hospital donde lo trataban por un problema cardiaco. O Kristina Baikova, la joven y bella vicepresidente del banco Loko-Bank, quien se precipitó desde un piso 11. También, el millonario Pavel Antov que cayó desde el balcón de su hotel en India en diciembre de 2022 o el potentado contratista del gigante estatal Gazprom, Yuri Voronov, que este julio “se suicidó” en su piscina de San Petersburgo. Todos, críticos en distintos grados del presidente Vladimir Putin y de la invasión a Ucrania. Ahora se suma el raro episodio de la caída del avión que mató al líder del Grupo Wagner, Yevgney Prigozhin. Es imposible no relacionar ese hecho con aquel contexto de gatillo fácil y con el motín que este oligarca y feroz criminal de guerra aficionado a irse de boca, protagonizó el 23 de junio contra el líder ruso. No quedan dudas de que se trató de un atentado. El lamento público de Putin por esta muerte no alivian las sospechas. También los hampones de Chicago visitaban el velorio de sus víctimas. Lo importante es determinar si esto consistió en un castigo tardío por aquel atrevimiento o una prevención ante una amenaza superior, hipótesis que suena como lo más probable.
Recordemos que Putin había calificado como una “traición” y “puñalada en la espalda” la inmensa maquinaria de guerra que Prigozhin lanzó sobre Moscú en aquella jornada. El mercenario, con esos modos a los que no solo él estaba acostumbrado, pretendía presionar al régimen para que destituya a los jefes militares, incluyendo a los jerarcas del ministerio de Defensa. Pero más profundamente esa rebelión exponía un feroz cuestionamiento al sentido de la guerra que inventó su jefe.
El episodio no fue un intento de golpe como mal interpretaron algunos analistas. Se trató de un motín que apostaba, no se sabe con qué fundamentos, a que Putin diera un volantazo radical en el conflicto. El jefe paramilitar no buscó derribar a su jefe y antiguo protector. Si así lo hubiera querido tenía en esos momentos suficiente potencia de fuego para causar un desastre terminal en Moscú. Su acción, que se serenó en cuestión de horas, reflejaba, en todo caso, el sentimiento de un amplio sector del establishment y las FF.AA. que discuten los beneficios del conflicto. Esa posición crítica la sostenían en contraposición con los otros nacionalistas que compraron la idea de Putin sobre que el país recuperaría con el conflicto su antiguo poder global. La razón germinal de esta guerra.
Putin buscó mediar entre estos sectores que nacieron y se estructuraron bajo sus alas, un procedimiento consistente con el criterio divisivo que ha aplicado como fórmula para retener el poder y que define toda la estructura de mando del país. El Grupo Wagner, justamente, se originó como un ejército paralelo alimentado en la desconfianza del zar ruso en su propia tropa regular. Pero la extensión temporal de la guerra y su estancamiento humillante, erosionó la efectividad de ese balance, también por el desgaste que el conflicto causa al país que está lejos hoy de ser lo que era. El sistema de acumulación de una economía que devino capitalista las últimas tres décadas quedó fatalmente debilitado. Prigozhin, con sus modos insolentes, exponía esas realidades con brutalidad: “Esta guerra no era necesaria. Solo ha sido necesaria para que un grupo de animales simplemente pudieran regocijarse en la gloria”, había propalado antes del motin. En un video de media hora aquel 23 de junio insistió en calificar la invasión a Ucrania como “una estafa perpetrada por una elite corrupta” que buscaba “dinero y gloria sin preocuparse por las vidas de los rusos”.
Parece demasiado. Pero las cosas no acababan en ese griterío. Novaya Gazeta, un portal enfrentado con el gobierno ruso, reveló en aquellas jornadas que Prrigozhin contaba con aliados en los mandos militares altos e intermedios y en secciones del poder económico. Se confirmaría esa noción con el arresto, el mismo día de la confusa muerte del jefe mercenario, del general Serguei Surovikin, un militar de brutales antecedentes en Siria donde ganó el apodo de “Armagedón”. Este famoso militar fue responsable por un breve período de la conducción del frente en Ucrania y respetaba la capacidad de combate de los Wagner y de sus comandantes.
Prigozhin enfureció cuando Surovikin fue relevado por el jefe del Estado Mayor Conjunto, el general Valeri Guerasimov, alineado con el ministro de Defensa, Serguei Choigu. Ambos conjurados para que los paramilitares perdieran su autonomía y se disolvieran en la tropa regular. Era claro que buscaban impedir que una victoria en la guerra fortaleciera la incidencia política de los sectores que aupaban a los mercenarios de diálogo directo con Putin y que además, con sus denuncias, dejaban a la vista la corrupción que explicaba las fallas en la conducción de la guerra. Por eso cae Surovikin. Ese destino amenazaba, además, con cancelar el multimillonario negocio privado de los Wagner, tan opacos como sus enemigos. El propio Putin reveló que le había permitido ganar a esa tropa mercenaria US$950 millones entre mayo de 2002 y el mismo de este año en contratos directos.
La Novaya Gazeta, cuya información suele ser muy precisa sobre las cloacas del régimen, indicó que después del motín, y luego de una reunión secreta y amable que sostuvo con el presidente ruso en la sede del Kremlin, Prigozhin inició un reclutamiento muy dinámico de generales en activo o retirados de la amplia vereda de insatisfechos por el trámite de la guerra. Se unían en ese sentimiento con parte del amplio nacionalismo ruso que resentía de la influencia que había ganado China, a la que atribuyen una voracidad colonizadora detrás de su alianza crítica con Moscú.
Entre otros militares, Prigozhin había reclutado al teniente general Mikhail Mizintsev, que también combatió en Siria durante la guerra que Rusia dio vuelta desde 2015 a favor del régimen de Bashar al Assad. Este militar tuvo un rol preponderante en el sitio a Mariupol, la estratégica ciudad frente al mar de Azov, que literalmente Moscú demolió para tomarla y asegurar el puente entre el valle de Donbass, en la frontera, y la península de Crimea. El mismo portal noticioso indicó que hay una extensa lista de comandantes que se venían pasando al bando de Prigozhin desde bastante antes incluso del motín de junio.
Una teoría sobre los magnicidios enseña que suelen ser proporcionales al tamaño de la amenaza que buscan conjurar. La pregunta es si la muerte de este sujeto constituyó una advertencia para eliminar el riesgo de otra conspiración. Si es así revelaría la profundidad y vigencia de las contradicciones internas que crearon las condiciones del motín de junio. Prigozhin expuso esas debilidades y golpeó a niveles que no pareció advertir un cimiento central del mito del presidente ruso, su condición de intocable. De modo que Putin habría aguardado el momento propicio para devolver las cosas a su lugar.
Según la propia banda mercenaria, el avión que llevaba al jefe de la organización fue volteado por una batería antiaérea rusa. O quizá por una bomba en el aparato. Puede llamar la atención el descuido de Prigozhin de no haber previsto el riesgo y embarcarse con sus principales comandantes. Pero era algo acostumbrado. Según el Financial Times, que siguió los movimientos del líder paramilitar desde el motín, su jet privado se movía permanentemente entre Moscú, San Petersburgo y Rostov on Don, la base fronteriza desde donde se planea la estrategia militar rusa para la guerra en Ucrania y que tomó sin la menor resistencia de sus custodios durante la rebelión. Recordemos que Prigozhin había acordado retirarse a Bielorrusia como parte de un acuerdo de pacificación que había labrado el presidente de ese país, Alexandr Lukashenko, un títere del Kremlin. Pero el jefe de los Wagner nunca cumplió ese pacto. Dos días antes de este confuso episodio difundió un video desde África donde planteaba que estaba moviendo a sus tropas mercenarias por las fronteras que custodiaba Moscú en esos páramos. Lo hacía, dijo, “para seguir haciendo grande a Rusia”, una señal de alineamiento con Moscú. O del regreso de su ofensiva conspiradora.
(*)Editor Jefe Política Internacional de Clarín
Docente titular carrera de Periodismo, Faculatad de Sociales, de la Universidad de Palermo
Director del Observatorio de Política Internacional, Universidad de Palermo