China y Rusia, o el romance del oso y el dragón
Por Marcelo Cantelmi*
Beijing. Enviado Especial
En China crece la noción de que el mundo asiste a una nueva geopolítica y que no habrá un retroceso en el litigio con EE.UU. Esa visión no le retacea importancia a las negociaciones binacionales en curso (ya hubo una este mes y la siguiente en octubre, ambas en Washington) que seguramente recortarán el impacto del conflicto, atento a las urgencias de la coyuntura para las dos mayores economías planetarias. Pero cualquier cosa que se haga ya no reconstruirá la relación de mutuo aprovechamiento que ha regido el vínculo binacional las últimas cuatro décadas.
La implicancia de esa observación es enorme. Sugiere una carrera y una rivalidad por la hegemonía comercial, económica y científica. Otro eje este-oeste aunque sin la tensión, posiblemente, del anterior. En esta nueva construcción pesará la habilidad del liderazgo del norte mundial para gestionarla, hoy muy debilitado con figuras decadentes como Boris Johnson o confusas e imprevisibles como Donald Trump, y sin la mística de su destino imperial que en la República Popular, a horas de cumplir su 70 aniversario el 1 de octubre, parece cubrirlo todo.
Esta evolución tuvo sus profetas de este lado del mundo. Hace unos pocos años el influyente politólogo polaco norteamericano, Zbigniew Brzezinski, moderó su entusiasmo sobre la hegemonía norteamericana que garantizaría el final de la era soviética.
Replanteó, en cambio, que “los EE.UU son aún la más poderosa entidad pero dados los complejos cambios geopolíticos en los balances regionales, no es ya el poder imperial global”. Este ex Secretario de Seguridad nacional de Jimmy Carter proponía entonces que “a medida que termina su era de dominio global, los EE.UU. deben tomar la iniciativa en la realineación de la arquitectura de poder global”. Esta mirada encaraba tanto a Rusia como a China, pero no a ambas juntas. La guerra comercial actual es uno de los emergentes de ese mandato que desborda al propio Trump, pero sus efectos, en gran medida por los modos de la batalla, son diversos y no exactamente los buscados.
Desde la perspectiva del gigante asiático, la cooperación y competencia entre Beijing y Washington que estabilizada la relación bilateral era de un promedio de “50-50” explica Jin Carong de la Escuela de Estudios Internacionales de Beijing, pero “ahora es alrededor de 30-70. La competencia es el 70%, solo el resto es cooperación. La relación no volverá a lo que era”, sostiene. Los espacios militares son los nuevos estabilizadores, advierte el Global Times, diario oficialista chino que cita a expertos y politólogos uno de los cuales previene sobre que no debería avanzarse a una nueva Guerra Fría y menos a una caliente.
Rusia es relevante en este nuevo armado. La gran pesadilla de Brzezinski -y de su contraparte republicana, Henry Kissinger- que remarcó en El Gran Tablero de Ajedrez: Primacía Americana y sus imperativos geoestratégicos, de 1997, era la vinculación estratégica entre Moscú y Beijing. En términos brutales pero bien didácticos sobre su caracterización del poder, escribió entonces que “los tres grandes imperativos de la geoestrategia imperial son prevenir la colusión y mantener la dependencia de seguridad entre los vasallos; preservar los afluentes (de energía) flexibles y protegidos; y evitar a los bárbaros la posibilidad de aliarse”.
Pero ese matrimonio ya se ha consumado en extenso. La semana pasada, el primer ministro chino Li Keqiang visitó Moscú para concretar los acuerdos firmados pocos meses antes por los presidentes Xi Jinpíng y Vladimir Putin. Ahí también la prensa local le agrega a ese acontecimiento la narrativa del “primer paso de una nueva era”. Los acuerdos binacionales comprenden la provisión de soja rusa en relevo de la que antes China adquiría en EE.UU. Ese convenio constata la noción del no retorno: la garantía de un nuevo proveedor se realiza en medio de las negociaciones con la Casa Blanca.
Los dos países avanzan también en la construcción asociada de un avión comercial, el CR929, de largo alcance y hasta 320 pasajeros, que aspira a competir en las rutas que actualmente dominan Boeing y Airbus. No es una buena noticia para esas aerolíneas. Según Boeing, el mercado aeroespacial civil chino, el segundo más grande del mundo después de EE.UU., crecerá en las próximas dos décadas en alrededor de 7.690 aviones. Un cálculo provisorio estima ese negocio en alrededor de 1,2 billones de dólares (un uno con 12 ceros). Junto con ese proyecto, que estaría en operación en 2027, los dos países están montando un sistema conjunto para explorar la Luna y el espacio exterior.
El año pasado, el volumen de negocios entre Rusia y China superó el nivel de US$100.000 millones, un alza de 24,51% respeto al periodo anterior. La meta es duplicar esa cifra. Los rubros incluyen petróleo, gas, energía nuclear, aeroespacial, economía digital e inteligencia artificial.
Hacia fines de año ya estará en funcionamiento el gasoducto Sila Sibiri con una capacidad de 38.000 millones de metros cúbicos de fluido por año. Existe ya proyectado otro gasoducto a China a través de Altái, la llamada ruta occidental que va desde los yacimientos de Siberia occidental hacia China por la frontera entre la República de Altái de Rusia y la provincia china de Xinjiang. La República Popular, que hace un lustro consumía 161.000 millones de metros cúbicos de gas natural, se propone para 2020 alcanzar los 420.000 millones de metros cúbicos anuales y reducir el consumo de carbón y la polución que enturbia las ciudades. Es la Ruta de la Seda, versión gas. Un dato central si se tiene en cuenta que Trump subió hasta 25% los aranceles que castigan el gas licuado.
El vínculo de China con Rusia no está libre del ímpetu que ha adquirido el Imperio del Centro con todo lo que eso significa sobre autonomía de uno, dependencia del otro y cuotas de desigualdad. Durante los años de la Unión Soviética, poco antes del colapso en 1989, el PBI del oso comunista más que duplicaba al de la República Popular. Hoy, el de China es seis veces mayor que el de su socio. Pero Rusia, además, figura décima entre los principales mercados del dragón asiático, apenas por encima de Filipinas y muy lejos de la India. Al revés, China es el segundo mercado de las exportaciones rusas después de la Unión Europea.
Para los chinos, la guerra comercial y el sentido de la profundización de sus alianzas van de la mano como un propulsor de su propia agenda hegemónica. Se plantean una década para romper la dependencia occidental de los chips, los complejos circuitos integrados que ponen en movimiento la casi totalidad de su tecnología. La República Popular, el año pasado, invirtió en esas importaciones más fondos que en la compra de petróleo, en su gran mayoría diseñados por EE.UU., según datos oficiales de las agencias chinas. Si Beijing hubiera recortado esas importaciones, Washington hubiera apelado a la OMC. Pero la guerra comercial y las sanciones contra Huawei y ZTE, entre otras tecnológicas del gigante asiático, enturbiaron el mercado. Un dato interesante es que hoy alrededor del 20% de la demanda doméstica china de chips, más del doble del 9% de 2015, fue cubierta con los fabricados en la República Popular. Pero no es suficiente y no es sencillo, ni son competitivos. Huawei, el estandarte de la industria tecnológica china, que puso en la vanguardia al país con su sistema 5G, reconoció que el litigio con EE.UU. le causará pérdidas de más de US$30 mil millones los próximos años. Por lo tanto hay aquí un furor para relevar completamente la importación y apostar a sistemas operativos, por ejemplo, como el Harmony de Huawei en lugar del Android de Google. Sin reversa posible, por ahí van las apuestas.
*Profesor de Periodismo Internacional UP y editor jefe de la sección Política Internacional del diario Clarín.