El camino de la igualdad ante la ley
El profesor de Derecho Constitucional, Roberto Saba, analiza el concepto de igualdad y su relación con el rol del Estado como garante del mismo.
La nuestra, como casi todas, es una sociedad muy diversa. Forman parte de ella, por supuesto, varones y mujeres, jóvenes y ancianos, pero también una gran variedad de personas cuya identidad se define por su pertenencia a diferentes grupos: personas con discapacidad, individuos de diferentes etnias, religiones, naciones, culturas u orientaciones sexuales.
El artículo 16 de la Constitución Nacional establece que “todos los habitantes somos iguales ante la ley” y los tribunales que interpretaron nuestra norma fundamental han entendido que el Estado no puede tratarnos discriminatoria o arbitrariamente. Así, el gobierno está impedido de utilizar criterios irrazonables para distinguirnos y tratarnos de un modo desigual en base a ellos.
Por ejemplo, no es posible que el derecho al voto se les reconozca a los varones y no a las mujeres – aunque ello fue así en nuestro país hasta 1947. O que para ser elegido Presidente de la Nación sea necesario profesar una religión determinada – aunque ese requisito existió hasta la reforma constitucional de 1994. O que para ser maestro de escuela se exija medir al menos 1,60 mts. – aunque una resolución del Ministerio de Educación lo exigió desde 1981 hasta que la Corte Suprema la declaró inconstitucional en el caso Arenzon en 1984.
A lo largo de un siglo y medio de historia constitucional se ha generado un extendido acuerdo acerca de que el Estado no puede fundar tratos diferentes en criterios que sean irrazonables o arbitrarios, lo cual implica que el requisito que se exija para ejercer un derecho guarde relación con el fin que el Estado busca. Por ejemplo, no hay modo de justificar que la altura mínima exigida al docente lo convierta en un mejor educador, suponiendo que lograr una educación de calidad sea el objetivo estatal. En 1988 la Constitución fue complementada con la sanción de la Ley Antidiscriminatoria y en 1994 adquirió jerarquía constitucional la Convención Interamericana de Derechos Humanos que obliga al Estado argentino a no discriminar.
Existen muchas otras normas nacionales e internacionales que van en la misma dirección: imponer la protección de la igualdad ante la ley exigiendo al Estado que se abstenga de realizar tratos arbitrarios. Sin embargo, eso es insuficiente. Asegurar a todas las personas la igualdad tan preciada por nuestros sistemas políticos y jurídicos requiere de algo más.
Aunque la cifra depende de qué se entienda por discapacidad, los datos oficiales del Censo Nacional de Población, Hogares y Viviendas de 2010, arroja que existen en el país poco más de un 12% de personas con discapacidad, que equivalen a más de 5 millones de individuos, de los que la mitad son Población Económicamente Activa. No obstante, el número de personas de esa condición entre los empleados públicos, por ejemplo, ha sido siempre muy inferior a aquel porcentaje.
Como sabemos, más de la mitad de la población está compuesta por mujeres y sin embargo no existe una proporción similar – o ni siquiera remotamente cercana – de mujeres en los cargos políticos, las empresas, la enseñanza universitaria u otros ámbitos relevantes de nuestra vida en sociedad. En estos casos, y los de otros grupos, no hay ninguna norma que impida que las personas con discapacidad o las mujeres accedan al empleo público, las candidaturas políticas o los directorios de las empresas, pero existe una compleja trama de prácticas y decisiones combinadas de miles de personas en el Estado o en la sociedad civil que, sin ponerse de acuerdo entre sí o incluso sin la intención de perjudicar a nadie en particular, excluyen o provocan la autoexclusión de los miembros de esos grupos de espacios que serían fundamentales para que desarrollen en libertad sus planes de vida.
La pregunta que debemos hacernos es si el Estado, a partir de su compromiso constitucional con la igualdad no tiene que, además de evitar ser arbitrario, generar las condiciones necesarias para que esas prácticas sean revertidas. En la reforma de 1994, por ejemplo, se incluyó una cláusula, el art. 75, inc. 23, que faculta al Congreso a “legislar y promover medidas de acción positivas que garanticen la igualdad real de oportunidades y de trato, y el pleno goce y ejercicio de los derechos reconocidos por esta Constitución y por los tratados internacionales vigentes sobre derechos de los niños, las mujeres, los ancianos y las personas con discapacidad.” Esta norma, y una correcta interpretación de nuestro antiguo artículo 16, no solo autoriza al Estado, sino que lo compele, a implementar medidas que permitan cambiar el estado de cosas que coloca a grupos de personas en situación de desventaja estructural. No importa qué hagan los individuos que forman parte de esos grupos, ni cuánto se esfuercen, no podrán por sí mismos torcer la potente inercia de prácticas añejas que los desplazan, invisibilizan y excluyen.
Las cuotas de género para las candidaturas al Congreso o las que exigen un mínimo de personas con discapacidad en la administración pública nacional o de la Ciudad de Buenos Aires, son ejemplos de esas políticas públicas exigidas por la Constitución Nacional y surgidas a partir del compromiso que nuestra sociedad ha asumido con la igualdad ante la ley.