La promesa liberal de nuestra Constitución Nacional
Roberto Saba, profesor UP, analiza los ideales de democracia, libertad e igualdad en la historia argentina.
A lo largo de toda la historia, los ideales de la democracia, la libertad y la igualdad han resistido – no siempre con éxito – los embates de quienes creyeron ser dueños de la verdad. Así, un hilo conductor une a Sócrates y Galileo con la Revolución Francesa y las luchas de nuestro continente por la creación de naciones libres construidas sobre constituciones de corte liberal. Durante los últimos años en Argentina se libró una disputa que creo debe ser interpretada en este marco histórico y que culminó en las postrimerías de 2017 con un fallo de la Corte Suprema declarando inconstitucional la enseñanza religiosa obligatoria en las escuelas públicas de nuestro país.
La Argentina no es una nación que se caracterice por su estabilidad en varios sentidos relevantes. Sin embargo, hay un rasgo de nuestra identidad nacional que se mantienen intacto desde 1853 y que consiste en el compromiso histórico con la promesa constitucional de asegurar los valores fundamentales del ideario liberal: la libertad y la igualdad. La media docena de golpes de estado que sufrimos durante el siglo XX y las décadas padecidas de gobiernos no democráticos que intentaron derrotar esa promesa fueron sepultados en 1983. Las aventuras lideradas por los dictadores y sus aliados deben ser interpretadas como traumáticos y fallidos intentos de minorías violentas tendientes a derribar aquella promesa fundante y reemplazarla por otra que negara sus dos valores centrales. El retorno a la democracia y el restablecimiento de la Constitución del siglo XIX implicaron un renovado compromiso con aquellos ideales liberales. Ciertamente, en América Latina, actores con ideas libertarias radicales y muchas veces también anti-democráticas capturaron el gobierno y lograron apropiarse del mote de liberales, y es por eso que esta perspectiva filosófica se asocia injustamente en nuestra región, a diferencia de lo que sucede en resto del mundo, con visiones conservadoras y reaccionarias. Sin embargo, sus ideas están muy lejos de los valores que nuestra Constitución expresa y que pertenecen a la mejor tradición liberal y democrática: la de Voltaire, Tocqueville, John Stuart Mill, Karl Popper, Isaiah Berlin, John Rawls y, en nuestro país, Carlos Nino, entre muchos otros. La reforma de 1994, la más abarcativa y sustantiva desde 1853, reforzó ese compromiso con la derogación de (casi) todo lo que era incompatible de aquel texto original con los valores de la libertad y de la igualdad, y con el reconocimiento de nuevos derechos y garantías fundados en esos mismos principios liberales, contenidos también en los tratados internacionales de derechos humanos a los que se le asignó jerarquía constitucional.
Hay muchos modos de entender qué es una Constitución. Uno de ellos es que ese texto normativo expresa los ideales de una comunidad política que forman parte de su identidad y le dan sentido. Desde 1853, y bajo gobiernos democráticos, nunca ha entrado en seria disputa el compromiso con la libertad y con la igualdad. Por supuesto, existieron, existen y existirán individuos y grupos, a veces incluso mayorías ocasionales a nivel nacional o en algunas provincias, que verán en ese compromiso constitucional con el ideario liberal un obstáculo a la imposición de otros valores que entran en conflicto con él, pero nunca han llegado a ser una alternativa viable para lograr un cambio radical de paradigma en nuestra Carta Magna, seguramente porque nuestra identidad colectiva no tiene que ver con ellos.
Los argentinos tenemos también un compromiso central con la democracia, que a su vez presupone tanto la libertad como la igualdad. El proceso democrático de toma decisiones a través de la regla de mayoría, puede poner en riesgo esos dos valores, por ejemplo, obligando a la minoría a vivir de acuerdo con los ideales de vida de la mayoría. La mayoría no puede, ni siquiera democráticamente, decidir con quién deberíamos casarnos, o si debemos o no consumir algunas sustancias – incluso si afectaran nuestra salud –, u obligarnos a realizar acciones contra nuestras convicciones religiosas o de otro carácter, o impedirnos disolver nuestro vínculo matrimonial, por dar solo algunos ejemplos dirimidos en la cima de nuestro sistema de justicia. Los tribunales tienen la tarea de controlar que esas mayorías no avancen sobre nuestra libertad y nuestra autonomía, ni violenten el fundamental principio de igualdad. La Corte Suprema, especialmente desde 1983, ha confirmado y protegido prácticamente sin fisuras estas promesas constitucionales. Es posible hilvanar una consistente trama de casos decididos por ese tribunal que dan cuenta de que esos ideales que nos distinguen como comunidad política siguen intactos. Desde que en 1986 en el caso Sejean la Corte Suprema decidió declarar inconstitucional el impedimento legal para disolver el matrimonio basándose en la aplicación del principio de autonomía de la persona establecido en el artículo 19 de la Constitución Nacional, al caso de las escuelas salteñas, este tribunal ha hilvanado con calidad de filigrana, casi sin desvíos, una enorme cantidad de decisiones por las cuales ha expresado y confirmado el compromiso de nuestra comunidad política con los valores liberales de nuestra Constitución. Los argentinos tenemos muchos y profundos desacuerdos, como todas las sociedades plurales, pero este comienzo de año es un buen momento para iluminar y celebrar algunos compromisos fundacionales que se mantienen intactos y que preservan nuestra identidad colectiva.
*Roberto Saba es profesor de Derechos Humanos y Derecho Constitucional (UBA y Palermo). Autor de Más allá de la igualdad formal ante la ley, Siglo XXI.