En una nueva entrega, Nicolas Sorrivas (Fac. Diseño y Comunicación) nos sigue adentrando en el mundo teatral. Hoy nos trae una analogía del teatro con una actividad muy interesante. ¡No te la pierdas!
¡Hola! Mi nombre es Nicolás. Y soy dramaturgo. Me costó mucho usar la palabra. Imagínense. Dramaturgos eran los de antes: William Shakespeare, Tennessee Williams, Antón Chéjov, Bertolt Brecht. Figuras admiradas internacionalmente. Autores de centenas de obras que continúan representándose en los escenarios de todo el mundo. Dramaturgo era un título que me quedaba grande. Sin embargo, con el tiempo descubrí el verdadero significado de la dramaturgia y lo acepté. Entendí que el texto que escribe un dramaturgo es en realidad un “tejido”, una estructura que enlaza a los personajes con la trama, el conjunto de acciones dramáticas (acontecimientos) que suceden en una obra de teatro o una película. En este sentido, ser dramaturgo implicaba transformarse en un tejedor que en lugar de agujas contaba con su máquina de escribir y cuya lana eran las palabras. Ser dramaturgo no es tanto ser un artista, sino un artesano.
Y, si bien, me faltan tejer varias bufandas para llegar a ser Shakespeare, Williams, Chéjov o Brecht, entendí que compartía con ellos el poder de la palabra. La semana pasada estrené “No te mates en mi casa”, mi segunda obra como dramaturgo (aprovecho y paso el chivo, no saben lo difícil que es atreverse a vivir la vida “bohemia” del dramaturgo). No estaba preparado para lo que aconteció. En escena, cuatro jóvenes actores representaban a los personajes que había estado tejiendo por meses. La escena y la acción dramática. El clímax y la resolución del conflicto. El apagón. Y cuando volvieron a encenderse las luces, ciento doce caras que habían compartido en la última hora sonrisas y lágrimas aplaudían de pie porque los habíamos conducido (los actores, la dramaturgia y yo, como autor) a la catarsis, a la purificación de las pasiones del ánimo mediante las emociones que provoca la contemplación de una obra de teatro (o de una película). Sí, señores y señoras, William y yo, como dramaturgos, compartimos un mismo objetivo: lograr la emoción del espectador. Cuando nos reímos a carcajadas con una torpeza de Chaplin o Keaton, cuando lloramos otra vez a pesar de que sabemos que Rose dejará ir a Jack en el final de Titanic, los dramaturgos detrás de las tramas de esas películas descubren que su red ha sido tejida con éxito. El espectador queda atrapado en la telaraña. Y nuestro trabajo ha llegado a su fin. Por lo menos, hasta que, unos días después comencemos a tejer una nueva bufanda.