21/08/19
Constitución, identidad y futuro
Este 22 de agosto conmemoramos el 25 aniversario de la reforma constitucional de 1994. La fecha nos invita a reflexionar sobre una pregunta tan básica como compleja y pertinente: qué es una Constitución y por qué deberíamos celebrarla.
Este 22 de agosto conmemoramos el 25 aniversario de la reforma constitucional de 1994. La fecha nos invita a reflexionar sobre una pregunta tan básica como compleja y pertinente: qué es una Constitución y por qué deberíamos celebrarla.
Este interrogante ha atraído la atención de juristas y políticos desde, al menos, la sanción de las constituciones francesas posteriores a la Revolución de 1789, la de la constitución de los Estados Unidos de 1787 o la de las de América Latina del siglo XIX. Más allá de las enormes discrepancias sobre esta compleja cuestión, creo que existe un acuerdo más o menos extendido, al menos, sobre dos puntos.
En primer lugar, la constitución expresa los valores que nos definen como comunidad política y que nos dan identidad. En nuestra Constitución en su versión original de 1853, nuestra comunidad política se definió en torno a su adhesión a los valores del autogobierno, la libertad y la igualdad. Estos valores fueron defendidos y articulados por leyes y decisiones de los tribunales, en particular de la Corte Suprema, al interpretar aquel texto constitucional. Con el tiempo, no solo se confirmaron esos compromisos, sino que les fuimos dando forma y detalle. Los dolorosos quiebres en la vigencia de nuestra democracia constitucional, entre los que se destaca el último como el más sangriento, dieron paso a la renovación de nuestro compromiso colectivo con aquellos valores. El acuerdo detrás del Nunca Más y los Juicios por las graves violaciones de derechos humanos son evidencia de ello. El renacer de la democracia en 1983 le dio un nuevo vigor a aquel contrato social decimonónico.
La reforma constitucional de 1994 construyó sobre él, y lo reforzó con el reconocimiento de nuevos derechos, expandió los ámbitos de libertad y autonomía personal, y dejó claro que el compromiso con la igualdad iba más allá de la mera ausencia de discriminación, buscando desmantelar aquellas causas que colocan a grupos importantes de nuestra sociedad en situación de desventaja estructural. La incorporación al texto constitucional de los tratados internacionales de derechos humanos reafirmó nuestras promesas fundamentales.
Por supuesto, y legítimamente, de tiempo en tiempo surgen demandas por revisar el contenido de este texto argumentando que no refleja correctamente nuestra identidad colectiva. Sin embargo, el hecho de que ellas no tomen cuerpo puede ser un indicador de que nuestra Constitución continúa siendo un reflejo apropiado de nuestros acuerdos más profundos y de aquello que nos define como colectivo.
Muchos de los protagonistas de aquel renovado y ampliado compromiso constitucional han continuado siendo figuras relevantes de la política y la justicia de las últimas dos décadas y hasta de la actualidad. Ese hecho es también importante pues, más allá de nuestras diferencias políticas coyunturales, este amplio espectro de personalidades es evidencia viva que aquellos acuerdos continúan siendo actuales.
En suma, una Constitución como la nuestra, que ha sido reformada muy pocas veces y que recibió su enmienda más abarcativa en 1994, es la prueba más contundente de que aquello que nos constituyó como colectivo nacional hace 166 años, se confirmó hace 25 y nos mantiene unidos en la actualidad.
En segundo lugar, una Constitución es siempre una apuesta al futuro, al larguísimo plazo. Expresa el compromiso de ser leales a nuestra identidad histórica trascendiendo la voluntad colectiva de la generación que escribe el texto de la norma fundamental.
Aquellos que han tratado de refutar la importancia de las constituciones en regímenes democráticos han usado, entre otros argumentos, la fórmula efectista que cuestiona que la voluntad de personas muertas, la de la generación que acordó la norma fundamental, rija los destinos de aquellos que hoy estamos vivos. ¿Por qué los muertos limitan a los vivos? Pero esta crítica soslaya la cuestión de que nuestra identidad como pueblo atraviesa generaciones.
La idea misma de Constitución está asociada a la relación que reconozcamos entre voluntad política y tiempo: el pasado, el presente y el futuro.
La noción de Constitución es incomprensible si no se asocia a la de compromiso intergeneracional. Una Constitución no se escribe para el presente. Si no aspira a atarnos como comunidad hacia el futuro deja de ser una Constitución.
Esta norma limita nuestras decisiones democráticas actuales y futuras. Cuando decidimos constitucionalmente no torturar o no censurar o atender las demandas de salud y educación básicas, por ejemplo, decidimos que no importan cuán abrumadoras sean las mayorías democráticas futuras, ellas estarán siempre impedidas de ir contra aquellos acuerdos fundamentales que nos definen como comunidad política. Hacerlo sería traicionar nuestra propia identidad.
La idea de que las mayorías son completamente soberanas y que deberían desatarse de los límites constitucionales, expresa una especie de carpe diem, una asimilación de la idea de libertad con el goce del momento que no sirve para crecer como sociedad.
La Constitución expresa la voluntad colectiva de atarnos mutuamente a emprender un camino juntos como nación, respetando los valores democráticos, pero también los derechos humanos y los principios más profundos que nos ponen límites.
Especialmente, en aquellos momentos en los que, por diferentes razones como el miedo, el odio, el desconocimiento o simplemente la confusión, intentamos contradecir nuestros compromisos más profundos. Atados somos más libres que desatados.
Nota publicada en Clarín, el 21/08/2019. Columna de opinión: Roberto Saba.
Foto: DPA