11/05/2023
Seguridad o derechos, un falso dilema
Nota de opinión de Roberto Saba, director de Posgrado de la Facultad de Derecho de la UP.
El pasado 5 de mayo en este diario se publicó un artículo firmado por el Dr. Martín Etchegoyen Lynch titulado “El ejemplo de El Salvador”. Allí el autor celebraba la situación de ese país donde el “plan de seguridad diseñado y aplicado por el Presidente Nayib Bukele, (…) ha sacado de la calle – y sigue haciéndolo – a miles de criminales peligrosos”. Agregaba que “hoy, la gente honesta mira a El Salvador y no a las grandes ciudades americanas” en lo que respecta a políticas exitosas de seguridad. Comparaba la situación con la de Argentina, donde – decía – “el hartazgo de la gente con las autoridades en la materia (…) culminó con la paliza propinada al ministro de Seguridad bonaerense”.
Completaba sentenciando que “es por ello que Argentina, si pretende resultados como los de El Salvador, debe poner en su máximo sillón a un político disruptor, con coraje y sin ideologías pro-criminal”. El artículo cerraba con la comparación entre El Salvador, que ha puesto en prisión a 60.000 delincuentes (1% de la población) y cuyo presidente cuenta con un apoyo superior al 90% del electorado, y la Argentina, que “con sus políticas permisivas”, tiene una tasa de criminales presos aproximada al 2 por mil de la población.
Lo que la nota no decía, y que creo es relevante, es que ya existe sobrada evidencia de las graves violaciones a los derechos que se han producido al llevar a cabo muchas de esas 60.000 detenciones, así como las cometidas una vez que las personas fueron puestas en prisión. Las propias autoridades han informado que, solo hasta noviembre pasado, se había producido la muerte de 58 detenidos sin que se conozcan las causas de los decesos.
Los delitos imputados son de tanta vaguedad que abren un margen de enorme discrecionalidad para realizar arrestos, incompatible con el derecho penal liberal que rige en las democracias constitucionales: 39.000 personas son acusadas vagamente de pertenecer a “agrupaciones ilícitas” y 8.000 de ser parte de “organizaciones terroristas”. Hasta el pasado enero, solo 148 personas, el 0,3%, fueron acusadas de homicidio, y 303, el 0,6%, de agresión sexual.
Todo esto en un marco de creciente concentración de poder en manos del Presidente, quien destituyó a los Jueces de la Sala Constitucional de la Corte Suprema y al Fiscal General, con los que se encontraba en conflicto.
Esos nuevos jueces supremos fueron, además, quienes lo habilitaron para ser reelecto, contra lo ordenado en precedentes del propio Tribunal. Por medio de una reforma judicial, Bukele llevó a cabo la purga de 216 funcionarios judiciales, además de desmantelar los órganos de control y llevar a cabo severos ataques a la prensa y tareas de espionaje ilegal.
No son pocos los que parecen compartir los argumentos defendidos en el artículo, dato que resulta sumamente preocupante desde la perspectiva del Estado de Derecho y la democracia constitucional que tanto nos costó recuperar.
Es por ello que es imprescindible exponer la falacia en la que se apoya esa perspectiva: que existe una contradicción entre una política de seguridad efectiva y la observancia de las garantías y derechos reconocidos en nuestra Constitución y en los Tratados Internacionales de Derechos Humanos firmados por Argentina.
La referencia a “ideologías pro-criminal” y “políticas permisivas” para referirse a la observancia de las garantías constitucionales del proceso penal, hijas de la ilustración, la razón y el liberalismo político del siglo XIX, resulta absolutamente inapropiada.
Nadie puede negar el drama que vivimos en prácticamente todo el país como consecuencia de los elevados índices de criminalidad que afectan a personas de todos los estratos sociales y, muchas veces, más severamente a los que menos tienen.
Sus vidas corren peligro cada madrugada cuando salen a trabajar y se encierran en sus casas, si pueden, apenas baja el sol por temor a estar en la calle.
Pero eso no implica que la solución a este gravísimo problema requiera dejar de lado la Constitución. Por el contrario, si para detener el delito traicionamos nuestros compromisos más básicos, incluso si tuviéramos éxito en ese objetivo – algo también incierto –, habremos ingresado en un mundo de arbitrariedad y violencia institucional incompatible con una democracia constitucional como la que reconquistamos hace 40 años.
Esto no quiere decir que no haya quienes tuercen el mandato constitucional para esquivar la sanción penal o para no aplicarla, pero esos son desvíos que no deben adjudicarse a la vigencia de los derechos y garantías constitucionales. Más seguridad no significa necesariamente menos derechos.
Desgraciadamente, los argentinos ya conocimos lo que significa vivir bajo un régimen político que no respete los derechos y garantías constitucionales. Este año celebramos justamente la reinstauración hace cuatro décadas de un régimen de Estado de Derecho que se define como el opuesto de un régimen de fuerza en el que la autoridad se maneja arbitrariamente.
El respeto de las garantías en el marco de un proceso penal, no solo busca evitar que se condene a alguien inocente, sino que aspira a que la aplicación del castigo, medida extrema del sistema jurídico, reciba toda la legitimidad que la diferencia de un acto de violencia peligrosamente arbitrario.
Si hemos sido capaces de juzgar dictadores responsables de los crímenes más atroces respetando sus garantías constitucionales, ¿no sería posible hacer lo mismo con los responsables de delitos comunes?
Si la necesidad y la desesperación por derrotar a las bandas criminales y al delito creciente logran hacernos declinar nuestros acuerdos constitucionales más básicos, aquellos que operan fueran de la ley, sin proponérselo, habrán logrado una victoria monumental y además hacernos responsable de ella: destruir el derecho, que no es otra cosa que el cimiento sobre el que se construye la democracia.
Roberto P. Saba es Profesor de Derechos Humanos y Derecho Constitucional (UBA y Universidad de Palermo)
Foto: Clarín
La nota fue publicada el 11/05/23 por Roberto P. Saba en Clarín.